En un país cainita y de excesos como España, el breve regreso del rey emérito después de casi dos años ausente por voluntad propia no podía sino estar rodeado de excesos por parte de todos: de quienes desde algunos púlpitos mediáticos y desde las calles de Sanxenxo han lanzado ¡vivas! y de quienes, desde los púlpitos opuestos y desde las redes, han lanzado ¡mueras! Como no podía ser de otra manera, el propio comportamiento del emérito durante estos días también ha estado marcado por algunos excesos, cuando lo que más convenía a la institución que representó y a la que terminó defraudando era precisamente pasar desapercibido por más que no tenga causas judiciales pendientes en España. Pero dicho eso, ahora que el emérito ha retornado a Abu Dabi después de un largo encuentro con su hijo coronado en el que no deben haber faltado reproches filiales por una conducta paterna poco edificante, tanto los que lo jaleaban como los que pedían su cabeza tendrán que buscar nuevas armas de distracción masiva. Mientras, la inmensa mayoría del país seguirá luchando para salir adelante a pesar del Gobierno.
Luces y sombras
Todo lo que viene ocurriendo con Juan Carlos I, desde antes incluso de su abdicación, me ha producido siempre sensaciones ambivalentes, y creo que lo mismo le ocurre a la mayoría de los españoles. Los dientes de leche de la conciencia política me nacieron coincidiendo con la muerte de Franco y la Transición. Recuerdo con todo detalle dónde estaba y qué hacía el 23-F, así como el miedo y la zozobra que sentí durante aquellas horas y el alivio que supuso el mensaje del rey aquella noche histórica, en la que se jugó incluso la vida o cuando menos la corona frente a los golpistas.
A partir de ahí la figura del rey se agrandó, la monarquía se legitimó definitivamente y el país enteró se convirtió al juancarlismo. Pero pronto Juan Carlos I pasó a ser un intocable para la prensa, para los políticos y para los propios ciudadanos. Algún día habrá que hacer recuento del daño que le hizo a la institución monárquica cubrirla con un manto de silencio y rodear al rey de halagos inmoderados y acríticos. Salvo algunos rumores rápidamente acallados, durante décadas la monarquía y su titular fueron tabú periodístico y político hasta que la crisis económica de 2007 cambió las cosas para siempre y determinados comportamientos se volvieron intolerables.
Se abre el melón
Abierto el melón de la monarquía por el lamentable comportamiento de su titular, no tardaron en olvidarse los servicios prestados a la democracia y al progreso del país y la izquierda populista aprovechó la grieta para hacer palanca contra la Constitución del 78 y la forma del Estado. Lo que se ha ido conociendo en los últimos tiempos, la avaricia desmedida del monarca y sus maniobras económicas en la oscuridad, empañaron aún más su innegable aportación a la concordia entre los españoles y pusieron a los pies de los caballos la institución sobre la que se asienta el orden constitucional.
Hace casi dos años terminó de emborronar su hoja de servicios con una marcha de España que tenía el aspecto de una huida precipitada por más que asegurara que se iba para “no perjudicar a su hijo”, a quién le ha dejado en herencia el marrón de gestionar el dañado prestigio de la monarquía. A pesar de los desplantes y de las afrentas que le dedican casi a diario quienes desean arramblar con el modelo constitucional y lanzar basura sobre él, Felipe VI ha dado pruebas de estar a la altura de lo que se demanda en pleno siglo XXI de una monarquía parlamentaria y constitucional, que debe legitimarse cada día por la rectitud ética y moral de los comportamientos públicos y privados del titular de la corona y los miembros de la familia real.
Explicaciones debidas
A pesar de no tener causas pendientes con la Justicia, en buena medida gracias a la inviolabilidad de la que disfrutó mientras fue jefe de Estado, y teniendo en cuenta el fuerte carácter simbólico de la monarquía, creo que el rey emérito sí debe al menos algún tipo de explicación a los españoles que pusieron su confianza en la rectitud de sus actos privados. Lo que resulta cuando menos sarcástico, por no calificarlo de cínico, es que las exija también Pedro Sánchez, uno de los presidentes de gobierno de la democracia más opacos y alérgicos a dar explicaciones.
Por lo demás, Juan Carlos I no representa un peligro para nadie y no tendría que haber ningún problema para que fije su residencia en España si así lo desea. Por decirlo en otros términos, el emérito, con sus muchas luces y sus no pocas sombras, ya forma parte de la historia de España para lo bueno y para lo malo, algo que los españoles deberíamos aprender a conciliar sin hacer tantos aspavientos ni llevar las cosas a los extremos por una y otra parte.
La institución monárquica española espera reformas que la adapten a las demandas ciudadanas de transparencia e integridad, empezando por la inviolabilidad, una prebenda que, en mi opinión, no debería amparar los comportamientos privados del monarca durante su reinado. En todo caso, de lo que no tengo ninguna duda es de que, con monarquía o con república, seguiríamos siendo un país cainita y de excesos, incapaz de reconocer y distinguir lo negativo de lo positivo, lo que también significa comprender que las instituciones deben estar por encima de las personas, aunque estas jamás las deben utilizar para su lucro particular so pena de acabar con ellas.