En los últimos años tuve, a través de la mediación de las redes sociales, ocasión de volver a contactar con los que fueron mis compañeros de instituto, que configuran el grupo de antiguos alumnos del Liceo Español de París, en Neuilly. El volver a encontrarnos fue, tal y como podréis imaginar, motivo de grandes alegrías y no pocas algarabías, dando pie a la organización de varios eventos, que justificaron reencuentros, a alguno de los cuales deseo poder asistir en el futuro.
El tropiezo con el pasado sirvió también para despertar preciosos recuerdos de aquella, la que fue nuestra etapa escolar y que -para nuestra suerte o desgracia- hubimos de vivir allende nuestras fronteras, en el seno de otro país e inmersos en otra cultura, contribuyendo este hecho, y no poco, a nuestra mayor cohesión.
Por tener entonces, pero también ahora, casi un par de años menos que la media y una pubertad que no fue precisamente precoz, ostenté el indiscutible privilegio de ser el más joven de la clase, atesorando todas las papeletas para recibir el apelativo de "el peque" con el que fui conocido desde el primer día.
Esa condición de tierno traería consigo una serie de ventajas, como la de comprobar que todos resultaban más tolerantes con mis numerosos defectos y se sorprendían, apreciando en mucho mayor medida mis escasos aciertos, hasta el punto de que, siendo como era un estudiante metódico y aplicado, enseguida alcancé a tener una cierta aureola de empollón, sin llegar a serlo nunca realmente.
Otra ventaja que derivaba de mi circunstancia de imberbe fue la de resultar adorable y entrañable a los ojos de mis compañeras, tanto como para merecer otro calificativo, el de "bomboncito" con el que algunas me distinguían, al avivar ese lado maternal que no se correspondía precisamente con aquel otro, que entonces me hubiera gustado despertar en ellas.
Las anécdotas que voy a contar tienen que ver con las características mencionadas en párrafos anteriores, fundamentalmente con la de mi reputación de empollón, aunque si al leerme, en algún momento pude darles la impresión de ser un insufrible arrogante: no deben preocuparse ya que es posible que no se trate de un error, pues confirmo que lo soy.
Caray con el Peque
El primer día de clase el profesor de Biología, Sr. Matutano, quiso empezar ubicándonos por lo que solicitó que le fuésemos dando nuestros datos de filiación, por turnos, deteniéndonos a comentar los objetivos marcados por nuestra vocación...
Al llegar el mío:
-. Me llamo J. A. Sánchez y quiero ser médico.
-. ¡Caray con el "Peque"!.. -Dijo sorprendido por mi juventud, mientras me colgaba el que sería el sambenito de mi apodo para el resto del curso...
Después quiso someternos a un examen de Química Orgánica: estaba tan empeñado en conocernos que necesitaba chequear la base en la que se apoyaban nuestros conocimientos...
Aquella fue, según puedo alcanzar a recordar, la única vez que un profesor nos puso un examen el primer día de clase... Fue como la vida misma, no en vano era el profesor de Biología...
"La experiencia es el maestro más duro que hay,primero te pone el examen y después te enseña la lección..."(Anónimo).Días después nos trajo los resultados de aquel improvisado test: al entregarme el mío, en el que había alcanzado la puntuación de 9, volvió a exclamar:
-. ¡Caray con el Peque!"
Historia del Arte
Sexto de Bachiller: era el último día de clase y el profesor Rubio, quien nos enseñaba Historia del Arte, se estaba despidiendo de todos nosotros al igual que lo irían haciendo todos los demás profesores, a lo largo de esa jornada.
-. Señor Sánchez -dijo dirigiéndose a mí- haga el favor de ponerse de pie.
Me levanté un tanto sorprendido, a la par que cauteloso, por no imaginar nada relacionado con lo que ocurrió...
-. Dígame Ud... ¿Recuerda a qué escultor debemos esta estatua?
-. Pues.... la verdad... estooooo... No, ahora mismo no lo recuerdo.
-. ¿Y a qué estilo pertenece este monumento?
-. Ejem... Pues no lo sé.
-. Y por último, cíteme un cuadro de este pintor...
-. ¡... Ahora mismo no se me ocurre ninguno...!
-. Está bién, puede Ud. sentarse nuevamente, Sr. Sánchez... Y permita que le diga que me voy a marchar ciertamente compungido... Porque siendo Ud. el alumno más destacado de la asignatura, y no siendo capaz de responder a ninguna de las tres preguntas que le he planteado, no puedo por menos que pensar en la pobreza del nivel medio del resto de la clase...
El profesor Rubio falleció hace ahora algunos años... Creo que nunca me perdonaré el haber defraudado, a tal nivel y tan inoportunamente, a tan excelente maestro.
Un voluntario
Era costumbre del profesor Alarcos, quién tan magistralmente nos enseñaba Filosofía, el comenzar solicitando la ayuda de un voluntario con quien recordar los aspectos tratados en la clase del día anterior... El odioso pelota que os escribe solía esperar a que algún compañero levantase la mano, cosa que no ocurría nunca o casi nunca para, tras un momento de silencio, ofrecerse con tal fin.
Un día el profesor Alarcos comenzó la clase diciendo:
-. Por favor, ¿un voluntario que no sea el Sr. Sánchez, para recordarnos lo estudiado en la última clase?
(¡Cachis!... ¡con lo bien que lo había preparado yo ese día!)
Ríos poco corrientes
El profesor Ríos nos impartía clases de Física y de Química. Se podía deducir que era académicamente exigente, si nos atenemos a la lectura de los resultados de cualquiera de los éxamenes a los que nos sometió:
-. Fulanito?
-. Sí, aquí?!
-. Un uno!... Menganito?
-. Soy yo!
-. Un dos!...
A sus calificaciones les faltaba la equis para acabar pareciéndose del todo a una quiniela.
Aún así, conseguí salir adelante con sus dos asignaturas, llegando incluso a sorprenderle por mi capacidad para alcanzar habitualmente el sobresaliente en química, no sobrepasando nunca el aprobado -por los pelos- en física. Recuerdo que un día llegó a preguntarme por tales diferencias en mis calificaciones... No supe qué responderle.
En una ocasión, finalizando un examen de física me levanté para entregarlo. Después, ese típico momento en que te quedas hablando con los compañeros, interesándote por sus respuestas... Cuando volví al pupitre me di cuenta horrorizado de que solo había entregado uno de los dos folios que constituían el examen, habiéndome dejado sobre el pupitre la parte que contenía el 80% de la prueba.
Salí corriendo en busca del profesor Ríos, a quien encontré bajando las escaleras del edificio... Tras contarle lo ocurrido me dijo:
-. Lo siento, no puedo aceptar su examen ahora. Debe Ud. entenderlo, porque... ¿quién me asegura que Ud. no ha aprovechado estos minutos para completar alguna respuesta?
Era lógico, aunque escuchar su razón me pareciese terrible, por suponer el suspenso automático de su asignatura...
Aún así, cuando aparecieron las notas pude ver que había obtenido el mismo resultado que en anteriores convocatorias: el sempiterno aprobado al que parecía estar abonado en física... El profesor Ríos, con un criterio que aplaudo y ante el que me quito el sombrero, restándole importancia al incidente del olvido en el momento de la entrega del examen, había optado por calificar no una prueba, sino mi trayectoria habitual en la asignatura, mi comportamiento, implicación y activa colaboración en el aula...
Vayan desde aquí mis respetos para todos ellos, los que he citado y los que no mencioné, que no por ello fueron menos importantes... Con mi admiración y agradecimiento por la que fue su impecable e inestimable labor.