Revista Libros
Dice el refrán que «Lo bueno, si breve, dos veces bueno», pero parece que en el mundo literario ni las editoriales ni los lectores opinan de este modo. Si nos damos una vuelta por la lista de libros más vendidos de cualquier librería, veremos que es raro encontrar una novela de menos de trescientas páginas entre los diez primeros puestos; de hecho, lo habitual es que superen las quinientas, con lo que se les puede aplicar el calificativo de extensas sin temor a equivocarnos: E. L. James, María Dueñas, Ken Follet, Kate Morton, Sarah Lark, Luz Gabás…; y lo mismo sucede con otros éxitos de los últimos años, como Carlos Ruiz Zafón, Dan Brown o Ildefonso Falcones. Hace mucho tiempo hice una encuesta sobre las preferencias de los lectores en este aspecto y nada menos que el 81% de los votantes se decantó por las obras largas en detrimento de las breves, sobre todo por el hecho de poder disfrutar durante más tiempo de la lectura y no terminar con la sensación de que ha durado un suspiro. En ese momento yo también elegí esa opción, pero en los últimos años he cambiado un poco de hábitos lectores y lo cierto es que cada vez agradezco más dar con libros breves e intensos, tanto por una cuestión de tiempo como porque he descubierto muchas pequeñas joyas que dan mil vueltas a novelas que las triplican en extensión. De todas formas, estamos en lo de siempre: todo depende del género y de la habilidad del autor; creaciones de alta calidad las tanto cortas como largas. No obstante, sí que es cierto que en el universo best-seller el imperio lo tienen los «ladrillos», algo que yo asocio a su elevado contenido en aventuras, que atrae a los lectores que quieren historias con muchos giros argumentales que enganchen y les hagan vibrar página tras página. Yo cada vez tiendo más hacia otro tipo de literatura, me importa más la forma que el contenido y por eso me deleito más con un texto breve muy bien escrito que con una extensísima novela de acción con una prosa sencillita (aunque cada cosa tiene su momento). Supongo que el hecho de que Irène Némirovsky, una de las escritoras a las que más admiro, se caracterice precisamente por su estilo conciso ha influido en mi percepción: leerla es para mí el máximo placer, un cóctel de elegancia y emociones que dura poco pero permanece en el recuerdo. Me apena que los libros breves no tengan una mejor acogida; la calidad de una obra no debe medirse por su volumen, sino por su interior y su calado. Además, se trata de una situación un tanto irónica: mucha gente dice que no lee (o que no lee más) por falta de tiempo, pero luego elige siempre lecturas extensas. ¿No es un poco contradictorio? En cualquier caso, yo reivindico desde aquí la inmensa satisfacción que supone encontrar novelas breves, cuidadas y profundas, pequeñas muestras de talento con el sabor del mejor licor que los lectores que prestamos atención a la forma de narrar agradecemos muchísimo.