Al igual que los hombre mediocres cuando fracasan proyectan sus fracasos sobre los demás, los hombres de pro proyectan sus virtudes. Y lo mismo es aplicable a los pueblos y las naciones. Es fácil para un europeo atribuir su racionalidad a los demás, ya que presupone que es el estado natural del ser. Pero las raíces de dicha racionalidad no provienen de ningún estado natural de las sociedades, ya que arrancan de lo más atávico de nuestra cultura occidental. Occidente es hija de la cultura grecolatina que se mimetizó más tarde en la judeocristiana. Es a partir de la racionalidad que la moralidad emerge. Nuestras instituciones públicas no son más que un reflejo de la cultura subyacente. Es a partir de la racionalidad que la sociedad sabe lo que es verdaderamente bueno o malo, lo que es una virtud y lo que es un vicio. Desde nuestra perspectiva la sociedad irracional es inmoral e incapaz de respetar las virtudes dadas por hechas. Desde nuestra perspectiva, la sociedad irracional es inaceptable: nuestra cultura cotidiana y nuestras leyes no pueden, por ejemplo, aceptar la ablación del clítoris, la muerte por lapidación de una mujer, su asesinato por “cuestiones de honor” y las atrocidades de las que estamos siendo testigos por parte de integristas.
Esta pintura está en S. Pedro Mártir,
Murano. Ver Marian Solidarity
Cuando el europeo acoge a un inmigrante da por hecho que se comportará también de forma racional y se sentiría agradecido por las nuevas oportunidades que las libertades occidentales le ofrecen. Ese mismo europeo racional creerá firmemente que un inmigrante se sentirá también satisfecho por formar parte del esfuerzo común para preservar las libertades que Europa le ofrece . Un observador occidental racional creerá que bajo el prisma de la lógica, una vez en Europa, estas personas cuyas vidas han peligrado viviendo bajo tiranos sanguinarios y situaciones aterradoras abandonarán y abominarán de las formas atrozmente abusivas que, al parecer, han estado tratando de dejar atrás. Pues bien, la práctica ha demostrado que este principio no siempre se cumple, ya que su reacción en el país de acogida dependerá también del origen atávico de sus costumbres; en definitiva, del legado cultural de generaciones y generaciones. Por desgracia, aunque la corrección política esconda la realidad, todos hemos visto a inmigrantes ofreciendo una visión que muy probablemente deje un observador racional incómodo y confuso. ¿Por qué deberían estos inmigrantes, en vez de sentir y mostrar gratitud, crear destrozos mobiliarios atacando incluso a nuestra policía o paseantes? ¿Por qué deben destruir la propiedad pública? ¿Por qué deberían robar a sus amables anfitriones, y abusar de ellos sin aceptar las más mínimas normas de convivencia? ¿Por que deben pelearse entre ellos? Todos hemos sido testigos sobre este tipo de acciones no solo en los medios de comunicación sino personalmente.
Pues bien, por mucha que sea nuestra empatía hacia ellos a causa de las situaciones de guerra y desastres que sabemos estén sufriendo, intentar imponer nuestra racionalidad a culturas que han funcionado durante miles de años bajo otras perspectivas resulta tan atroz desde el punto de vista racional como el hecho de que ellos intentasen hacer lo mismo con nosotros. Si nosotros vamos a esos países intentamos respetar y adaptarnos en lo posible a sus formas de hacer, a sus costumbres; aunque pondremos límites racionales porque no practicaríamos la ablación; seríamos racionales. Pero si ellos vienen aquí no tienen porque ser racionales. Esa no es la herencia recibida desde su cultura. De ahí las quejas de que muchos no se adapten. Ese es el motivo del enorme fracaso porque desde un punto de vista pragmático hemos de aceptar que no se puede cuadrar el círculo. Ese el el motivo de los guetos gigantescos en Inglaterra y Francia, de la enorme frustración, del fracaso manifiesto y de que dichos inmigrantes en Europa reproduzcan las mismas formas de sus países originales. Que nadie espere que deban sentirse agradecidos como lo haríamos nosotros y adaptarse a la cultura occidental. La cuestión no es si los conseguiremos integrar o no, sino si estamos dispuestos a convivir con ellos, o no, bajo esas circunstancias empíricas. Y si no lo estamos, es mejor aparcar definitivamente las amplias políticas proteccionistas "en occidente" hacia ellos, y ayudar a que cada uno pueda desarrollarse, pero en su tierra. Todos seremos mucho más felices.
Y ¿qué no podemos ni debemos hacer para ayudarles en sus países? Como corolario, intentar imponer el pensamiento del siglo de las luces, la revolución industrial y la democracia en países ajenos a esos periodos históricos que forjaron nuestra cultura occidental tampoco funcionaría. Es irracional. He ahí el motivo del fracaso de las intervenciones en Irán, Irak, Afghanistán...
La prueba del fracaso intervencionista nos la ofrece la historia. Los intentos de imposición entre ambas culturas han sido letales a lo largo de los tiempos y no han hecho más que provocar sufrimiento.
El cisma entre la cultura occidental y oriental se evidenció en la misma batalla de Gaugamela (331 a. C.), cuando Alejandro Magno venció a Darío III. Quizá fue esa la batalla más importante de la historia, ya que se enfrentaron no solo ejércitos en busca de riquezas y poder, sino que la confrontación también fue cultural: la racionalidad y mobilismo griego versus el satrapismo e inmobilismo de los grandes imperios de oriente. Fueron dos perspectivas vitales distintas entre dos mundos enfrentados donde se marcaron los límites geográficos y culturales. Occidente preservó su filosofía y visión del mundo movilista y de cambio contínuo. Cuando de nuevo una cultura quiso imponerse a la otra; amenazada la cultura occidental en este caso por los musulmanes, se tuvo que defender en la batalla de las Navas de Tolosa en España (1212), Lepanto (1571), y en el sitio de Viena (1683) contra los turcos y el arrollador avance del Islam.
Vicente Jiménez