Es el preludio de un día más en aquel mundo de locos. El Sol asoma por la línea del horizonte esbelto y engalanado con un tono gris invernal. Cual rey absolutista se tratara, sus rayos llegaban a cualquier rincón en el que antes se escondiera la oscuridad, ajusticiando a las tinieblas de la noche, sus enigmas y su tranquilidad. Tal vez sea esta, la noche, el mayor convenio alcanzado por los seres humanos que poblaban aquellas tierras. Y no un convenio cualquiera. Un acuerdo en el que la sociedad iletrada toma un papel fundamental pero que en ningún momento es quien firma el documento en cuestión.
Ese contrato está firmado por alguien. Alguien al que, misteriosamente, somos incapaces de figurarnos. Alguien sin una sola facción en su rostro, sin aspecto, sin nada más que su único sentimiento de poder para definirlo. Por la noche, mientras soñábamos, lo eludíamos, lo ignorábamos, no existía en nuestra vida cotidiana. Ahora, cuando el Sol brota de los confines de la Tierra, ese ser, insólito, furioso y desleal, ha aparecido de la nada como si alguien hubiera encendido la luz que lo ocultaba. ¿Quién ha sido? ¿Quien nos ha despertado del sosiego? Él, él es el culpable.
Sin embargo, cabría preguntarse quién apagó la luz, quién adormeció a las bestias, quién desveló la verdad ocultada durante años. Puede que si no se hubiera apagado la llama no nos hubiéramos quemado al encenderla. Por si fuera poco el quemazón, al descubrir aquello que hasta ahora se ocultaba bajo el impenetrable escudo de la oscuridad nos hemos estremecido sin exceso, más irónicamente aun cuando fuimos nosotros quienes labramos la oscuridad, apartando la vista del Sol, que amanecía por aquellas tierras.
Y ahora, cuando ese falso abrigo falta, la sociedad, aquella que había pactado o vio como se pactaba, parece decidida como nunca antes a perpetrarse en un camino hacia la omisión de su responsabilidad, que fue la de seleccionar a ese rostro al que no somos capaces de figurar ahora ni tampoco lo éramos hace un par de años. Aquellas trastornadas tierras no son otras que las que hoy habitamos. Sin embargo, lo más inverosímil de todo es que aquel rostro de dadivosa barba, singulares quevedos y falaces espasmos sigue ahí, aferrado al poder cual percebe a roca se tratara. Y mientras tanto, el Sol, ya ha amanecido.