Pedro Paricio Aucejo
La vitalidad del ser humano se enriquece con su capacidad de entusiasmarse. Todos lo hemos experimentado en algún momento: como un lubricante que engrasa el complejo engranaje de nuestro psiquismo y le hace funcionar con eficacia, su fuerza impulsa nuestro corazón, nos arrastra adelante y hacia lo alto, nos hace superar las dificultades e incluso romper las barreras del tiempo y del espacio. No es de extrañar que Ortega y Gasset (1883-1955), consciente del poder multiplicador y expansivo de su acción, considerara que el hombre ‘es hecho’ por el entusiasmo. Más aún, nuestro pensador español contemporáneo más universal lo esperaba todo del entusiasmo, hasta el punto de llegar a exclamar: “El mundo, mirado sin entusiasmo, parece vengarse de nosotros volviéndose mudo, erial e inhóspito. Quien quiera esplendor y luz sobre su vida, despierte su íntimo fuego y todo en torno será a sus ojos una selva inflamada”¹.
Ahora bien, si cualquier realidad puede actuar como desencadenante de esta cautivadora exaltación del ánimo que caracteriza al entusiasmo y despertar una fervorosa adhesión hacia ella, ¿cómo será la potencia que genere el entusiasmo cuando es Dios quien ejerce la fuerza de atracción? ¿No es este –al fin y al cabo– su literal significado etimológico, como inspiración o posesión divina por la que, al estar Dios dentro de nosotros, nos diviniza y eleva nuestra mente a la contemplación esencial del mundo?
Sea como fuere, en el caso del entusiasmo religioso, su sacudida no se ciñe al superficial hervor de las pasiones, sino que arraiga en el más profundo plano del psiquismo para promover la perfecta unión entre Dios y el hombre. Esta fue la experiencia vivida y argumentada por Santa Teresa de Jesús, para quien tal hecho –según advierte Elkin José González Pérez²– no consistía en una presencia caprichosa de Dios, sino en la fuerza de atracción que Él ejerce en el ser humano por la feliz y libre afectación de todas sus dimensiones, con el fin de que llegue a su plenitud bajo el ministerio del amor.
Para este sacerdote de la diócesis de Tulsa (en el estado norteamericano de Oklahoma), doctorado en Teología espiritual, el razonamiento de la Santa se asienta sobre dos pilares fundamentales: la presencia de Dios en el alma y el dinamismo que esta genera, de modo que no solo Dios está sosteniendo naturalmente al hombre, sino que, por efecto de su amor, le atrae y le capacita para su transformación sobrenatural. La inhabitación divina y su toma de conciencia por parte del hombre promueven un dinamismo de paulatino crecimiento personal, que incrementa la fuerza del ánimo y le motiva en la obtención del Sumo Bien. El entusiasmo del alma es, por tanto, de causalidad divina y por él la persona escoge su bien y lucha por su obtención.
La figura de Cristo es el referente principal en esta ascesis: en su apariencia eucarística y en los coloquios íntimos de la oración –con los que se refinan las operaciones del alma y se adquieren virtudes– el Hijo de Dios hace que nuestra naturaleza se disponga a un proceso de ‘ordenamiento de la caridad’, por el que es paulatinamente capacitada para soportar la presencia habitual de Dios. Durante este tránsito, la consideración de las verdades participadas por Dios en la oración exalta el alma llenándola de amor y fortaleza, razón por la que la descalza castellana acuñó el principio de la “determinada determinación” para caracterizar la actitud del cristiano animoso que progresa con decisión en su itinerario hacia la unión con Dios.
Este entusiasmo místico se certifica por la discreción de la cruz de Cristo, que corrige las posibles tendencias exageradas y purifica los gozos. Una vez depurado, el entusiasmo capacita al alma para traducir las comunicaciones de Dios en actos concretos de caridad, de modo que la misma fuerza impulsora de unión personal con la divinidad se convierte en objetivo apostólico, pretendiendo –como sucedió con Teresa de Jesús– “engolosinar” a todas las almas.
En definitiva, para el doctor González Pérez, la comprensión madura y realista que del entusiasmo espiritual tiene Teresa de Ahumada (ella emplea el vocablo “ánimo”) responde al carácter salvífico de transformación personal y comunitaria que conlleva el destino final del hombre: estar con Dios y gozar de su amor. Es un entusiasmo fundado tan solo en la fuerza que otorga Dios al hombre por saberse pertenencia suya y responder sin reservas a su plan eterno de redención.
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¹Obras Completas, tomo VIII, Madrid, Alianza Editorial, 1983, p. 364.
²Cf. GONZÁLEZ PÉREZ, Elkin José, “Un ´singular´ acceso a la espiritualidad de Teresa de Ávila: el ‘ánimo’ teresiano ante el fenómeno religioso del entusiasmo” (recensión de la tesis doctoral presentada el 30 de abril de 2014, en el Teresianum de Roma) en este blog: El «ánimo» teresiano ante el fenómeno religioso del entusiasmo.
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