Ayer mismo llegó a mis manos esta historia de la que nunca hasta ahora había tenido conocimiento y que no sé muy bien como calificar. Es el momento de dirigir nuestro rumbo y nuestros pasos hacia el espacio verde más cautivador de Madrid para conocer un hecho sorprendente.
En el distrito de Barajas localizamos el Parque del Capricho, una espectacular extensión de 14 hectáreas de finales del Siglo XVIII y cuyos promotores fueron los Duques de Osuna, una de las familias más relevantes de su época. Siempre he comparado este lugar, salvando las distancias, con uno de nuestros actuales parques temáticos ya que desperdigadas por él nos vamos topando con construcciones y rincones insólitos, que no tienen demasiada relación entre sí, como si fueran atracciones, diseñadas con el único fin de sorprender al visitante.
Caminando entre la vegetación y los cuidados jardines nos topamos con lugares como La Casa de la Vieja, el Embarcadero, el Parterre de los Duelistas del que ya os hablé en otra ocasión o incluso un pequeño laberinto. La sucesión de estos caprichos es constante y es que los Duques aprovecharon esta impresionante finca de recreo para dar rienda suelta a sus voluntades artísticas y creativas.
Sin embargo, una de estas construcciones, posiblemente de las más discretas que nos vamos a encontrar en todo nuestro recorrido, es una pequeña ermita que lleva atada consigo un capítulo cuanto menos cuestionable y que nos muestra como era la mentalidad de las personas hace más de doscientos años. Resulta que los Duques de Osuna debieron pensar que el complemento ideal para esta finca y en concreto para esta ermita era incluir un verdadero ermitaño. Pero ¿de dónde podían sacar uno? Ante la imposibilidad de encontrarlo así como así debieron pensar que lo más fácil era “fabricarlo” por lo que, ni cortos ni perezosos, ofrecieron a un mendigo la posibilidad de ejercer este rol, para así culminar su obra maestra.
Las condiciones del pacto fueron sencillas, ellos le dejarían habitar la ermita y se encargarían de su manutención de por vida. A cambio Don Fray Ars, que así se llamaba, debería rezar, día tras día, por la salvación de las almas de los Duques (se ve que no andaban con la conciencia muy tranquila) y para meterse más en el papel le pusieron otro requisito: nunca más se cortaría ni las uñas ni el pelo. ¿Qué creéis que pasó?
El ermitaño del Capricho estuvo ejerciendo su función, y la de ayudar a encontrar la salida a la gente que se perdía en el interior del parque, durante cerca de 20 años. Dos décadas obedeciendo a los “caprichos” de los Duques de Osuna y renunciando a sus cuidados a cambio de comida y alojamiento. Imagino que la cara de la gente al toparse con él sin previo aviso debía ser un verdadero poema. Cuando nuestro protagonista falleció fue además enterrado a los pies de la ermita, en su pequeño jardín, y allí sigue varios siglos después, pegado a esa pequeña construcción que fue su casa y su cárcel durante tanto y tanto tiempo.
¿Qué os parece la historia? ¡Quiero conocer vuestra opinión!
Ésta es la ermita del Parque del Capricho que el ermitaño estuvo habitando durante 20 años…

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