Por La Churro desde Chile
Después de más de un año volví a ver a mi Conejo y me dí cuenta de que nuestra relación, está lejos del idilio que recordaba. Seguimos siendo tan distintos como antes. Él me habla de Nietzsche y yo de Pedro Engel, él cambia el mundo por medio de discursos políticos y yo repitiendo mantras de amor, él prueba drogas porque quiere vivir en la cresta de la ola y yo soy abstemia porque prefiero contemplarla, él me habla de notas musicales y composiciones mientras yo solo distingo sonidos para poder bailarlos, él odia mi orden y exceso de estructura y yo odio su volatilidad y falta de conciencia, él me dedica canciones de Mano Negra y yo de Sandro. No solemos tener grandes peleas, pero discutimos todo el tiempo, somos absolutamente incompatibles, pero tenemos un lazo fuerte que nos une: un gusto compartido por la forma de ver el erotismo.
Usualmente los hombres (y algunas mujeres también) ven los actos sensuales como un paso previo para llegar al sexo. Si te vistes con tu lencería más sexy, te aseguro que en menos de diez segundos estás sobre la cama con las piernas abiertas. Solo ese breve instante alcanzó a durar las horas que dedicaste al baño, cremas, peinado, maquillaje, perfume, ropa, velas, ambiente y un largo etcétera que nomás sirvieron para ser una carta de invitación a un burdo acto sexual.
En Conejo he encontrado a uno de los pocos, si es que no al único, hombre capaz de disfrutar de esos simples actos en sí mismos y no como una antesala a algo más. Juntos le dimos vida a un personaje que llamamos “Coneja Erótica”, obviamente dado que él es mi Conejo, para él soy Coneja y no La Churro. Coneja Erótica siempre luce preciosamente maquillada y perfumada, piel suave y muy encremada, labios rojo furioso, lencería sexy y tacones. El personaje puede durar horas y horas, sin que haya ninguna manifestación sexual explícita.
Ayer Conejo disfrutaba de una cerveza y sus cigarrillos cuando aparecí como Coneja Erótica, con un conjunto de encaje negro y mis botas taco aguja. Como un boa enrollé mi cuerpo al suyo sometiéndome a sus caricias sin que dejara sus vicios de macho. Pusimos una selección de canciones muy hot y besó durante horas mis piernas que lo deleitan. Le hice masajes por largo tiempo en su espalda y brazos. Dibujé corazones y conejos en su panza con pintura de chocolate, para luego saciar mis antojos con ella. Ensayé cómo desabrochar su cinturón y pantalón sin usar mis manos, tan solo con mis sensuales tacones (y lo logré). Me tomó fotografías mentales mientras yo posaba tendida en el sillón. Besé y lamí cada centímetro de su torso y cuello, para luego él hacer un análisis físico, estético y sociológico de mis pechos y trasero. Nada de sexo, de penetración, ni manos en lugares prohibidos, simplemente disfrutar del acto de erotismo en sí, de una sublimación de la sensualidad más que de la sexualidad. Para nosotros este acto tiene más que ver con generar intimidad entre nosotros, disfrutar en toda la amplitud de la insinuación y excitación como un fin y no como un medio. Solo ese acto de disfrutarnos en plenitud hace que ambos nos perdamos en esa satisfacción, olvidando nuestras mil diferencias irreconciliables, también hace que lo extrañe como a ninguno y lo ame con la irracionalidad del placer.
Con la rapidez e inmediatez de los tiempos siento que la sexualidad también ha tomado esa forma. Como diríamos los chilenos: dos cucharadas y a la papa. Un beso, una mano que se fuga, un pantalón que cae y llegamos a la meta. Respiremos. Detengámonos en este instante de placer y no lo apresuremos. Hay que re-valorizar el erotismo y sus formas, aprender a disfrutar el cuerpo de nuestro compañero y el propio más allá de penes, senos y traseros. La intimidad muchas veces no tiene nada que ver con el sexo, recobremos ese concepto donde es una forma de generar lazos profundos e irrompibles. No solo en los genitales hay placer, sino en cada uno de nuestros sentidos, experimentar el orgasmo mental de ver, acariciar, escuchar a ese ser amado y sentirlo en cada célula, en cada pensamiento, en cada suspiro.
Les dejo una reflexión final de uno de mis libros favoritos, Los años con Laura Díaz de Carlos Fuentes: “No importa con quien te acuestes, sino en quién confías y a quién le mientes”.