Un error frecuente y generalizado en la actualidad es dar por sentado que cualquier mejora tecnológica va necesariamente asociada a una mejora de la efectividad. Esto no solo no es así sino que —en muchas ocasiones— ocurre justo lo contrario.
El motivo de este error es que gran parte de la sociedad —y lo que es peor, gran parte de las personas que dirigen las organizaciones— siguen viendo el mundo a través del paradigma caduco de la era industrial.
En un entorno de producción industrial la aportación de valor procede mayoritariamente de «hacer bien las cosas» —que diría Peter Drucker—, es decir, de optimizar el uso de recursos para maximizar la producción.
En este tipo de entornos, el valor que procede de pensar y decidir para «hacer las cosas correctas» es marginal. Al ser entornos estables y predecibles, lo que hay que hacer ya suele estar definido y simplemente hay que hacerlo bien.
Por eso, las mejoras tecnológicas que tradicionalmente se han venido aplicando a entornos de producción industrial han servido principalmente para acelerar procesos.
Acelerar procesos significa, o bien tardar menos en obtener una determinada producción, o bien obtener una mayor producción en el mismo tiempo. Sea lo que sea, en ambos casos lo que estamos haciendo al acelerarlo es mejorar la eficiencia del proceso.
Un proceso es —por definición— una descripción de «cómo hago las cosas». Esto nos lleva a que la tecnología en entornos industriales ha ido principalmente destinada a mejorar los «cómos».
Ahora bien, ¿qué pasa en el trabajo del conocimiento? Porque aquí el tema va principalmente de mejorar los «qués».
En este nuevo tipo de trabajo, «hacer bien las cosas» ya no es suficiente para aportar valor. Al haber más cosas para hacer que tiempo para hacerlas, siempre quedan cosas sin hacer, por lo que también es necesario «hacer las cosas correctas» —y dejar sin hacer las incorrectas—.
Para elegir las cosas correctas, hay que pensar y decidir, lo que nos lleva a que —en el trabajo del conocimiento— el valor ya no proceda exclusivamente de «hacer» sino —sobre todo— de esta nueva actividad que consiste en «pensar y decidir».
¿Cuál es el problema? Que las tecnologías ni piensan ni deciden. La consecuencia de ello es que, en la práctica, todas estas tecnologías están aportando poco valor, hasta el punto de que —a menudo— incluso resultan contraproducentes.
Por eso es tan importante entender que la tecnología es fundamentalmente un «acelerador», es decir, ayuda a hacer las cosas más rápido, pero se limita a hacer lo que tú le dices que haga.
La tecnología nunca elige qué hacer —y por tanto tampoco elige «las cosas correctas»— por sí sola.
Y esta realidad se ha convertido en un problema enorme que están padeciendo hoy día la mayoría de las organizaciones.
Si usamos mal la tecnología nos vamos a encontrar —como ya nos previno Drucker— haciendo muy eficientemente cosas que nunca deberían hacerse.
El resultado de usar mal la tecnología —es decir, de usarla para «hacer cosas incorrectas»— es que permite hacer mal más cosas en el mismo tiempo, con lo que el daño causado es aún mayor de lo que sería sin tecnología.
Tomemos por ejemplo el email. Desde un punto de vista objetivo, es una tecnología con un enorme potencial para mejorar la eficiencia de múltiples procesos. Ahora bien, en la práctica —debido a su pésimo uso—, se ha convertido en un agujero negro productivo en la mayoría de las organizaciones.
Es cierto que el email permite agilizar la comunicación y facilita el almacenamiento de determinada información. Sin embargo, ¿compensan realmente estos beneficios la pérdida de eficiencia y eficacia generalizada que su mal uso conlleva en las organizaciones?
La respuesta es no. Muchas personas usan tan mal el email que su efectividad neta es negativa, es decir, son menos efectivas de lo que serían si no usaran el email.
Y lo mismo puede aplicarse a otras muchas tecnologías que se implantan constantemente en las organizaciones.
El problema de fondo es seguir sin entender que —en el trabajo del conocimiento— la principal generación de valor procede de pensar y decidir, y que ninguna tecnología es capaz de hacer eso por nosotros todavía.
Para poder aprovechar realmente el potencial de la tecnología, las personas tienen primero que aprender a pensar.
Por ejemplo, si no te paras a pensar si algo de lo que haces actualmente se podría hacer mejor —o incluso lo podrías no hacer, porque se podría automatizar—, muy difícilmente te vas a plantear si la tecnología de la que ya dispones te puede ayudar a ello.
En las organizaciones sobra tecnología y falta efectividad.
Y esto ha quedado patente en la situación provocada por el coronavirus. Lo que está ocurriendo es simplemente que la falta de efectividad que imperaba en las organizaciones se ha trasladado de un entorno presencial a uno virtual.
El problema con la traída y llevada digitalización es que no va a mejorar la efectividad por sí sola. Y no lo va a hacer porque la solución no está en la tecnología, sino en desarrollar la efectividad como competencia.
Una persona efectiva lo es independientemente de las circunstancias, porque la efectividad es un hábito, no un lugar ni una herramienta.
Forzar el uso de la tecnología en personas que no han desarrollado previamente la efectividad como competencia es absurdo. Y la prueba es que el porcentaje real que se aprovecha de la tecnología existente es ínfimo.
La mayoría de las personas vive la tecnología como una imposición. No les gusta. En consecuencia, tienden a aprender lo mínimo indispensable para «sobrevivir» a ella, en lugar de invertir los recursos necesarios en aprender a utilizarla para aprovechar al máximo su potencial.
Es más, cuando alguien tiene la iniciativa de indagar un poco en qué se puede hacer con la tecnología de la que dispone y lo comparte, automáticamente recibe el calificativo de «friki».
Aún peor, hay quienes —sobre todo personas en posiciones directivas— hacen gala de su anafabetismo tecnológico con un cierto orgullo cateto, como si dominar las tecnologías fuera algo «vulgar» o impropio de una persona directiva «de alto nivel».
Y lo cierto es que la ignorancia tecnológica es incompatible con la efectividad. Es por completo imposible ser una persona realmente efectiva si desconoces —y por tanto desaprovechas— todo lo que la tecnología que tienes a tu alcance puede hacer por ti y por tu efectividad.
Una persona efectiva domina sus herramientas de trabajo y, si es profesional del conocimiento, la mayoría de estas herramientas serán tecnológicas. Y fíjate que no hablo de «tener una cierta idea» sobre cómo funcionan, sino de «dominar» su uso y —sobre todo— de conocer sus posibilidades.
Por desgracia, la mayoría de las personas no aprovecha la tecnología porque se niega a hacer el esfuerzo intelectual necesario para aprender a usarla.
Por eso la solución al problema de fondo no es dar más tecnología. El gran reto sigue siendo ayudar a las personas a desarrollar su efectividad, porque solo así van a entender que tienen que aprender a trabajar, es decir, a usar su herramienta fundamental de trabajo: su cerebro.
Cuando se piensa, la utilidad de la tecnología se vuelve evidente, y también la necesidad de aprender a usarla. Mientras no se enseñe a las personas a pensar, seguirán sin aprender a usar la tecnología.
Da igual cuánta pongas en sus manos. En el mejor de los casos, el beneficio que obtengas de ello será marginal y, en el peor, solo servirá para que hagan todavía más cosas incorrectas.
¿Es esto realmente lo que queremos y necesitamos para nuestras organizaciones y nuestra sociedad?