El sábado por la mañana vivimos una situación un tanto incómoda, de esas que te hacen pensar en que somos una pieza crucial en la visión de uno mismo que tendrá nuestro hijo en el futuro.
Entramos en una tienda justo al mismo tiempo en que lo hacía otra mamá con un niño de poco menos de 2 años en su sillita. La tienda era lo suficientemente pequeña como para tener la certeza de que el chiquillo no estaba llorando, ni gritando. Si alguien me hubiera preguntado, habría jurado que estaba en completo silencio comiendo una galletita. La madre en cambio, bastante parlanchina, no paraba de dirigirse a él repitiendo que se estuviera quieto, que se estaba portando muy mal, y que era un niño malo. Pensé que la reprimenda era consecuencia de algo que el niño había hecho antes de entrar.
Mientras esperábamos, la gordi empezó a impacientarse y me puse a dar vueltas enseñándole las telas estampadas. No tardó en ver al niño, señalarlo y acercarse. Inmediatamente la madre volvió a recriminarle, a decirle que no se le ocurriera pegar a la nena, que era un bruto y un cafre. ¿A qué venía aquello? No se había movido del carro, ni podría, porque estaba atado.

Mi hija seguía fascinada con el muchacho, así que, comenzamos una típica conversación de madres. Lo cierto es que decir conversación es apuntar muy alto, realmente se trataba de un monólogo. La mujer nos explicaba con todo lujo de detalles lo horriblemente travieso que era su hijo, que era un salvaje, un bestia, muy malo, todo lo contrario a su hija mayor, a la que incluso le pegaba. “Su Mercedes” era una niña buenísima, educada y muy tranquila, todo candor al parecer. No les había dado un problema jamás, y daba gusto salir a cualquier lado con ella, no como con éste.
“No será tan malo, mujer, si tiene carilla de bueno”, le decía yo para romper una lanza en favor del pobre niño, pero lo cierto es que de lo que tenía ganas era de decirle que cómo se le ocurría minarle la moral a su hijo de aquella manera, y que, si a mí me estuvieran todo el santo día comparándome con mi hermana, también tendría ganas de pegarle.
No dudo que aquella mujer quiere lo mejor para su hijo, y que piensa que todo lo que hace es por el bien del mismo, pero esa actitud tampoco debe ser excusa para el todo vale. Tenemos que ser responsables de nuestros actos. Señora, párese un momento a pensar, y no se sorprenda de que su hijo en un futuro no muy lejano acabe adoptando el rol de malo, porque lleva etiquetándole así toda la vida.
Nuestros hijos pequeños no tienen más referente de cómo son que el que les enviamos nosotros a través de nuestros mensajes (verbales y no verbales) de ahí la necesidad de medir nuestras palabras y abogar por enseñar en positivo. No digo que sea sencillo, pero a veces tan sólo basta con ponernos en su lugar, en pensar cómo se deben sentir, en armarse de paciencia y no cometer el error de etiquetar.
Habrá quien piense que estas son cosas modernas de padres de la escuela de “hay que dejar que los niños hagan lo que quieran” (sic) Hay que ver cómo nos gustan las etiquetas, eh?
No, no va de no poner límites, se trata de la actitud y la forma de introducir dichos límites, de cómo son nuestros hijos y de lo que nos empeñamos que sean.
Y tú, ¿qué piensas de etiquetar?
