Lo ocurrido recientemente en Tordesillas y diariamente en las granjas y mataderos industriales no se debe únicamente a la maldad y a la ignorancia humanas, o a la necesidad de comer carne (suponiendo que sea necesario comerla, y si lo es, hasta qué punto y a qué precio), o a la falta de fuerza de voluntad, o a las estructuras sociales, sino también al deseo de dominación y al odio que prende en nosotros hacia todo lo que es libre o podría serlo. Nuestro desamor es tan generoso, tan entrópico, que no solo le deseamos la esclavitud a otros animales («para que la especie no desaparezca», se ha llegado a decir), sino también a nosotros mismos. El esclavo no quiere serlo solo. Se autoodia. Por eso la caza de animales libres para sobrevivir siempre me ha parecido un modo de vida menos innoble que cualquier explotación ganadera.
La civilización, su obra, su locura, le parece un castigo que pretende infligir a aquellos que han permanecido fuera de ella. «Vengan a compartir mis calamidades; solidarícense con mi infierno», es el sentido de su solicitud, es el fondo de su indiscreción y de su celo. Excedido por sus taras y, más aún, por sus «luces», sólo descansa cuando logra imponérselas a los que están felizmente exentos.
Emil Cioran en La caída en el tiempo, 1964.