Las madres de cuatro o más criaturas somos una especie en extinción. Un selecto club reservado a los úteros más osados. O inconscientes. Según como se mire. El día que tu endometrio se engorda para acoger al cuarto óvulo fecundado pasas automáticamente a formar parte de una suerte de escuadrón de la muerte maternal. El cuarto embarazo hace que el tercero parezca una mera anécdota. Una se embaraza de su tercer retoño y todo el mundo acoge la buena nueva como la crónica de una muerte anunciada. El cuarto es harina de otro costal.
A mi madre, por ejemplo, no le venía bien. Tanto es así que no me atreví a decírselo en persona y mandé a La Primera de avanzadilla utilizando a mi propia hija de escudo humano. No me entiendan mal. Tengo serias sospechas de que pretende robarme a La Cuarta pero en su día la noticia no le causó tanto entusiasmo.
Para empezar porque a ella lo que le apetecía era volver a ver a su hija en un bikini de la treinta y ocho y no varada en la orilla cual ballenato preñado. Si además la que se hace llamar tu mejor amiga te traiciona vilmente y se planta en Marbella con dieciséis kilos menos y un culo de quinceañera te tienes que pasar el verano ocultando el bombo de nueve meses tras una palmera mientras tu madre se arrima a tu amiga para que los vecinos se crean que es su hija.
Tener tres hijos entra dentro de lo que el ideario colectivo considera normal. Tener cuatro por lo visto no. Esto se hace evidente en cuanto la tripa se hace notar. Lo que en un cuarto embarazo sucede antes de que el test te confirme lo obvio. Vas por la calle y la gente te mira la tripa. Luego empiezan a echar cuentas. Una en la sillita, dos a rastras… Y les cambia la cara. Algunos se ríen, las ancianas se enternecen y la vasta mayoría pone cara de espanto. A partir del séptimo mes sólo das mucha pena.
No les digo ya cuando haces público que el bebé que esperas es otra niña. Los pocos que todavía se alegraban, como tus suegros, se hunden en la miseria al ver como se esfuman las esperanzas de supervivencia del apellido tigre. En el hospital te reconoce hasta la de la limpieza y se te escapa una risita histriónica cuando en la salita de monitores te preguntan si eres primeriza.
A ti, que no hace ni un año y medio estabas en esa misma camilla echando el higadillo por la boca, todo te parece un déjà vu y paseas tu bombo con abnegación a la espera de un parto que nunca llega. Te resignas a pasar el resto de tus días con un ladrillo de quince kilos oprimiéndote la vejiga y ves tu vida pasar mientras te dejas las suelas de las pantuflas haciendo kilómetros pasillo arriba pasillo abajo.
Un día te despiertas a las dos de la mañana con una contracción. Te duchas. Despiertas al padre tigre. Preparas la ropa del colegio de las mayores, las tarteras con los sándwiches y dejas el desayuno en la mesa. Con mucho sigilo despiertas a la abuela. Le dices que no hace falta que se levante que te vas al hospital y que no se olvide de que La Primera tiene que llevar la ropa de gimnasia.
Te cuesta Dios y ayuda meter el bombo en el deportivo del padre tigre pero conseguís llegar al hospital con la tercera contracción. La comadrona de guardia te pregunta cada cuanto te vienen las contracciones. Se te había pasado este pequeño detalle. Muerta de vergüenza contestas con un hilillo de voz: Cada media hora. Más. O menos. Le ves la cara de mandarte de vuelta a casa. Quieres morirte allí mismo. A la desesperada, mientras te cierra la puerta de la sala de dilatación en las narices, le dices que es la cuarta. Se cuadra. Algo está cambiando…
Continuará.
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