Revista Cultura y Ocio

El espíritu de un libro, Vernon Lee

Publicado el 02 diciembre 2023 por Kim Nguyen

Una vez alcanzado ese estado de cosas, no es necesario leer mucho ni hay razón alguna para mantenerse al día «con la literatura», según proclama la gente vana y estúpida. Porque ha llegado el tiempo, después de plantar, injertar y arrastrar las macetas de riego, de que florezcan y den fruto, de que los libros den lo mejor de sí, de que ejerzan toda su magia. Es el momento en que un verso, imperfectamente recordado, nos ronda la memoria; entonces tomas el libro, lees el verso y lo que sigue, y te detienes sensatamente, con la mente rebosante de su sabor y aroma. Otras veces, charlando con un amigo, un cierto pasaje de prosa —el relato de los Lamb cuando siendo jóvenes asisten al teatro, el principio de El enterramiento en urnas o un capítulo de Cándido (con las debidas omisiones improvisadas)— surge en la conversación, y lo lees regocijándote con el amigo y sintiendo el especial embeleso de la comprensión mutua, de una mente en contacto con otra mente, como la ligera emoción de la voz en la resolución de séptimas a terceras en los viejos duetos. Incluso, cuando al recordar alguna página más grave —como la dedicatoria de Fausto a los contemporáneos muertos de Goethe— buscas el libro y se lo acercas silenciosamente al otro sin atreverte a leerlo en voz alta… Cuando esto sucede, es cuando realmente has conseguido lo bueno de los libros y sientes que realmente hay algo asombroso y misterioso en las palabras sacadas del diccionario y dispuestas con sus comas, sus puntos y sus punto y coma.

El mayor placer de la lectura consiste en la relectura. A veces, casi ni siquiera en leer, sino solo en pensar o sentir lo que hay dentro del libro o lo que salió de él hace mucho tiempo y se nos coló en la mente o en el corazón, lo que puede suceder. Sobre esto deseo dejar constancia de una semana feliz que pasé una vez, durante la vendimia, en los Apeninos del Sur, con un hermoso ejemplar encuadernado en blanco de Hipólito, que me había regalado, a pesar de mi ignorancia del griego, mi querido amigo lombardo que se parece a un fauno. Lo llevaba por ahí en el bolsillo; a veces, muy de vez en cuando, deletreaba alguna palabra, en parte o en su totalidad, y lanzaba una mirada al trenzado del cesto; pero  más a menudo dejaba que el volumen reposara junto a mí en la hierba mientras aplastaba hojas de menta en el fresco jardín bajo la higuera y las últimas cigarras tardías frotaban sus élitros y las abejas silvestres zumbaban en la flor de hiedra de la tapia de la vieja villa. Y es que una vez que conoces el espíritu de un libro, surge un proceso (que Petrarca conocía en relación a Homero, a quien era incapaz de entender) por el que uno absorbe su encanto simplemente pasando las horas o incluso, como digo, llevándolo consigo. La esencia literaria, que es singularmente sutil, tiene varias formas de actuar en nosotros; y esta forma particular de asimilar el espíritu de un libro puede llevar a la operación material llamada lectura, de forma similar que el acto de oler, de respirar partículas volátiles invisibles, puede llevar al más claro proceso de degustar.

Más aún, es tal el virtuoso poder de los libros que, para los iniciados y devotos, puede actuar desde el simple título o, más precisamente, desde la cubierta. Tuve un ejemplo de esto hace poco en la biblioteca de una vieja casa jacobita en el valle de North Tyne. Esa biblioteca contenía, además de sus libros de carne y hueso, una pequeña colección que existía, por decirlo de alguna manera, solo en espíritu o, al menos, en apariencia; es decir, una puerta cubierta con lomos de libros reales o, más precisamente, con lomos de libros reales a los que les faltaba el interior. ¡Una extraña y encantadora colección! Dos volúmenes de Female Traits; cuatro volúmenes (¡comidas, desayunos y cenas horrorosas!) de Vittoria Corombona, de Webster, etc., The Siege of Mons, Ancient Mysteries y Epigramas, de Marcialz A Journey through Italy y las novelas de Crébillon. Al contemplar estos falsos anaqueles de tomos sin páginas, sentí plenamente que un libro (para los verdaderamente instruidos) puede cumplir su cometido sin necesidad de leerlo. Paladeé prolongadamente (¿por qué no nos dejaría Johnson un verbo como saporear?) esta mezcla de sabor, humor, romanticismo y pedantería hermosamente amalgamados y reconocí que aquellos destripados interiores eran bastante superfluos: ya habían entregado su esencia y virtud.

Vernon Lee
(A veces Vernon NO Lee, como se puede comprobar en este texto)
Mi vida estética
Traducción de Olivia de Miguel
Editorial: La micro

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Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.

Jorge Luis Borges
Borges, Oral
Editorial Bruguera

Foto: Vernon Lee


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