El Papa ha dimitido. Benedicto XVI ha presentado su renuncia como cabeza visible de la Iglesia Católica, alegando no tener fuerzas para “ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. Su estado de salud y una edad provecta le impedían continuar ejerciendo un cargo para el que fue ungido hace ocho años. A partir del próximo 28 de febrero quedará vacante la sede de San Pedro y un nuevo cónclave de obispos deberá convocarse para designar un nuevo Papa.
Un relevo que, en puridad, no debería tener mayor trascendencia si no se tratara de un hecho inaudito en una organización religiosa que pretende hacer creer que los Papas son señalados por el Espíritu Santo, que derrama sobre ellos la gracia de Dios, convirtiéndolos en sucesores espirituales del Príncipe de los Apóstoles y los dota con el atributo de la infalibilidad. Así deben creerlo los fieles que siguen los dogmas de un entramado organizativo no exento de luchas de poder e intrigas, en el que, como vemos, se puede presentar la dimisión, como en cualquier empresa.
Y aunque se trata de un hecho poco frecuente, no es la primera vez que esto sucede. A lo largo de la Historia de la Iglesia, hasta cuatro Pontífices renunciaron a ser vicarios de Cristo, es decir, representantes de Cristo en la Tierra y jefes de Gobierno de un Estado pequeño pero poderoso y complejo, cuya opacidad es proporcional a los misterios que maneja. No en balde muchos consideran que detrás de la dimisión de Ratzinger se halla su incapacidad para poner orden en una Iglesia aquejada de escándalos económicos, morales y de luchas intestinas de palacio. Aparte de los papeles del Vatileaks, durante el pontificado de Benedicto XVI se multiplicaron las denuncias sobre abusos sexuales cometidos por curas contra niños, la corrupción del Vaticano y hasta el encarcelamiento del mayordomo papal por espía, sin dejar de citar el conservadurismo que el teólogo Joseph Ratzinger, antiguo responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe -ex Santo Oficio durante la Inquisición- imprimió a su programa de gobierno, en el que rechazaba cualquier relativismo en la ortodoxia y el diálogo con otras religiones.
Toda esa mezcolanza de leyendas sobrenaturales y tramas de intereses terrenales que envuelve a la Iglesia católica (y a todas las religiones) queda, por obra y gracia de esta dimisión, reducida a su estricta esencia, cual es la estructura de una organización jerarquizada en la que sus dirigentes son nombrados en función de criterios... humanos, nada divinos. Criterios tan humanos que se limitan al reparto de cargos y prebendas -sumamente poderosos, eso sí- para la administración del negocio, a los que se accede y abandona cuando lo estiman fuerzas influyentes de la curia cardenalicia. Si este relevo de cargos lo relacionan con el Espíritu Santo, no queda más remedio que pensar que éste no es infalible, sino que se equivoca como cualquier humano, demasiado humano.