Escribía ayer Juan Carlos Escudier que “la economía siempre encuentra remedios actuando contra los débiles y rindiendo pleitesía a los poderosos”. Habría que añadirle los efectos del poder narcotizante de tales remedios en la población que los sufre para poder entender del todo la realidad de lo que está sucediendo.
De otra manera, sería del todo incomprensible que, tras el variado menú de recortes brutales que el gobierno ha impuesto de manera unilateral, el vejatorio pacto social para prolongar la edad de jubilación y recortar drásticamente las pensiones y que ahora la locomotora germánica nos quiera imponer el desvincular los salarios de las subidas del IPC, todavía no hayamos sido capaces de reaccionar.
Estamos tan colgados del chute económico que ya ni siquiera es necesaria la hipocresía. Quienes manejan el poder y gozan de los privilegios ni se molestan en ocultar los parabienes que conlleva y que la cosa de la crisis no va con ellos. Asistimos a la agonía de lo políticamente correcto en favor de un descaro que recuerda demasiado a los hados inevitables del destino. La condena vuelve a ser prenatal, porque al parecer volvemos a aceptar que las cosas no pueden cambiarse y que, si te toca, has de aprender a vivir con esa lacra. Cuando algo interesa que cuele como sea, lo mejor es achacarlo a la suerte, porque la casualidad tiene esa condición inmutable de irrevocabilidad. Y, qué curiosidad, la suerte siempre suele fallarle a los mismos.
En ese estado de cosas, es insignificante que la gran banca haya obtenido 15.000 millones de euros en beneficios durante el año pasado, a pesar de haber disminuido en el porcentaje, o que los beneficios empresariales multipliquen por el infinito la continua pérdida de poder adquisitivo de los salarios. A estas alturas incluso se entiende como algo natural, necesario para que el sistema funcione. Y ya se sabe que el sistema ha de funcionar para que nada cambie. Es el fundamento sobre el que se sustentan las raíces de la hipocresía para extenderse.
Es tal la profundidad del estado de claudicación en el que estamos instalados que incluso quienes son los principales artífices de nuestros pesares no dudan en excluirse ante los ojos de todos de la ola de sacrificios. Los partidos políticos, responsables de aprobar las medidas que nos encajonan y endurecen nuestras condiciones de vida, no tienen reparo alguno en incrementar sus asignaciones de los fondos público que con tanta saña saquean de nuestros bolsillos.
Para terminar de cuadrar el círculo, los sindicatos, que se han convertido en colaboradores necesarios al ofrecer una respuesta equivocada en proporcionalidad a las medidas aplicadas, no sólo tratan ahora de vendernos el burro como yegua, sino que además aprovechan la situación para hacer proselitismo de una forma descarada.
Esta resignación es tan humillante que los poderosos, listos como son, no dudarán en aprovecharla para apretarnos aún más las tuercas cerrándonos las puertas de manera definitiva al sueño de poder cambiar las cosas. Pero el sistema no es inmutable, aunque eso sea lo que se empeñan en hacernos creer, y la sociedad es susceptible de transformación.
Lo único que hace falta es que algún día perdamos el miedo a quitarnos la venda de la hipocresía de los ojos.