También figuraría él en el cuadro, al modo de aquellos pintores del Renacimiento que se reservaban siempre un lugar insignificante entre la multitud de vasallos, soldados, obispos o mercaderes: no un lugar central, no un lugar preferente y significativo en una intersección elegida, a lo largo de un eje particular, con tal o cual perspectiva reveladora, en la prolongación de tal o cual mirada rica de significación a partir de la cual podría construirse toda una nueva interpretación del cuadro, sino un lugar aparentemente inofensivo, como si la cosa hubiera sido así, de pasada, un poco por casualidad, porque se le habría ocurrido sin saber por qué, como si no deseara demasiado que se notase, como si aquello no debiera ser más que una firma para iniciados, algo así como una contraseña con la que permitía firmar al autor el que le había encargado el cuadro, algo que sólo debería ser conocido por unos pocos y olvidado inmediatamente después: apenas muerto el artista, aquello pasaría a ser una anécdota que se transmitiría de generación en generación, de estudio en estudio, una leyenda en la que ya no creería nadie, hasta que un día se descubriría la prueba, gracias a un cúmulo de coincidencias casuales, o comparando el cuadro con bocetos preparatorios hallados en los desvanes de un museo, o incluso de manera totalmente fortuita, como cuando, al leer un libro, nos encontramos con frases que ya hemos leído en otra parte: y quizás entonces se advirtiese lo que había habido siempre de un poco particular en aquel pequeño personaje, no sólo un mayor esmero en los detalles del rostro, sino una mayor neutralidad, o cierto modo de inclinar imperceptiblemente la cabeza, algo que se parecería a la comprensión, a cierta dulzura, a una alegría teñida acaso de nostalgia.
Georges Perec
La vida instrucciones de uso
Capítulo LI. Valène (habitaciones de servicio, 9)
Foto: Georges Perec, por Pierre Getzler
En esta fotografía, Georges Perec pensaba que se parecía a Kafka