Revista Opinión

El estrépito de la inseguridad en las relaciones

Publicado el 12 diciembre 2016 por Carlosgu82

Desde hace tiempo vengo observando que ya no existe espontaneidad en las relaciones, que no somos auténticos, que reprimimos millones de pensamientos, cuando lo que necesitamos es gritarlos a los cuatro vientos y que, incluso, llamamos sensaciones a los sentimientos.
¿Sensaciones? ¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre? ¿Por qué y para qué disfrazarlas?

Por el miedo, por la incertidumbre… Siempre los mismos fantasmas.

Es la ofuscación por el mañana lo que nos arrebata la libertad y la firmeza del hoy.

Una espera tan dispendiosa que asusta.

Lo llamamos incertidumbre… a aquello que lo hace a uno cautivo del futuro, al miedo a lo que pueda pasar, al desasosiego que destruye confianzas, que ensombrece y aturde momentos perfectos. Llamamos incertidumbre a aquello que nos hace preocupar por un tiempo que no existe, que todavía está por venir.

Siempre con teorías absurdas, adelantando vísperas, imaginando teatros, con la intranquilidad a cuestas, la mirada perdida y cientos de frases retumbando en nuestra cabeza, preparándose para lo ficticio.

Creamos, suponemos, prevenimos, callamos por miedo a herir o a ilusionar en demasía, ¿y qué más da? ¿hay algo más especial que transmitir esa ilusión desbordante y recibir a cambio una sonrisa que se traduzca en reciprocidad? Eso queda grabado en el corazón de ayer, de ahora y en el de mañana. Queda grabado para siempre. Y solo por eso, merece la pena aferrarse a la inseguridad. Incluso exprimirla todo lo que dé de sí. Sólo por el hecho de estar viviendo algo puro, de lo que no tiene dudas más que la razón, que sigue anclada en el pasado y en la idea de lo que está bien y lo que está mal. Pero, ¿qué está bien y qué mal? Si el amor es una cuestión de locura y no de sensatez y sabiduría. El amor no está compuesto de conceptos, ni de explicaciones racionales; el amor no sigue un orden de factores, no siente frío ni calor. El amor es adrenalina pura, y es capaz hasta de mover montañas por el mero hecho de manifestarse en una mirada.

Quizás ahora quieres, amas, adoras a alguien. Eres feliz. Quizás totalmente, aunque no lo quieras asumir. Y no puedes imaginar que esa persona algún día deje de estar a tu lado. Pero, ¿te has puesto a pensar si el día de mañana la seguirás queriendo, o si la vas a seguir necesitando, si la vas a seguir valorando y viendo con la misma admiración que ahora? Quizás simplemente cambies de carril en la eterna carretera de tu vida y elijas recorrer un camino distinto al suyo. O quizás te acostumbres a ella y ya no consiga despertar en ti ningún tipo de fascinación. Puede que ni siquiera vivas para darte cuenta.

Todo son postulados que no puedes materializar en el presente.

Así que deja de culparte.

Tú no tienes la culpa de que tu corazón se acelere cada vez que ves a esa persona, ni de que se crucen las palabras cuando intentas hablar con ella y expresarle lo que sientes. No controlas tus pensamientos cuando aparece en ellos. Sin embargo, lo que si haces muy bien es no decirle lo mucho que te gusta y lo mucho que le quieres todas las veces que tu alma te lo grita. Y todo por la maldita incertidumbre. O por el maldito miedo a que sea demasiado fuerte el lazo que se cree entre vosotros con el paso de los días. Por si termináis, no sé… por aquello de las casualidades… moviéndoos al unísono.

Porque tú no le temes a la posibilidad de que no salga bien. Tú a lo que le tienes miedo es a la sospecha de que puede salir todo perfecto y a no saber atesorarlo con la misma magia y entrega todos los días.

Hacer caso a la incertidumbre significa pasar un montón de noches saliendo con el sigilo de la mano, con el corazón lleno, con esa extenuación que te estira los labios y relaja tu emoción, mientras te descubres desandando las calles y dejando atrás una puerta a la que no sabes aún si volverás a llamar.

Noches en las que vacías la última copa de vino, arrugas las sábanas perfumadas y consumes las velas, dejando a la dulzura desnuda, dormida, echando un último vistazo como quien se niega a huir. Noches en que las mariposas duran lo que dura el recuerdo en almíbar, el sabor de unos labios en la boca y el olor de una esencia que persevera hasta que el cansancio supera el éxtasis.

Hacer caso a la incertidumbre significa muchas noches pensando si algún día será la última vez.

Pero lo más alarmante es que también significa muchas noches recordando los distintos techos donde buscaste a qué agarrarte, sin éxito, coleccionando salivas, nombres y besos de todos los colores. Muchas noches acostándote en tu cama, celoso de tu propia ausencia, echándola de menos y preguntándote ¿hasta cuándo durará la burla? Muchas noches cerrando la oscuridad, pensando si algún día en alguna cama de esas estará tu hogar, estará tu sueño, y tu última parada.

Así funciona la incertidumbre.

La verdad es que yo la reconvengo.

Y quería proponerte algo: ¿qué te parece si no decimos nada? Como cuando las palabras se nos quedan atascadas en la garganta, temerosas de salir.
¿Qué tal si no decimos nada y solo nos miramos, tratando de descubrir miradas nuevas? ¿Y si no decimos nada y dejamos escapar el tiempo entre nuestros dedos?

Mejor no digamos nada. Ya habrá tiempo para las palabras. Ahora es momento de suspiros, sonrisas nerviosas y miradas que no entienden de tiempo.

Ahora mismo, con este sol que nos mira de reojo y entra por la ventana pintando las paredes, es perfecta la bonita compañía que nos regalamos. Compartimos la sonrisa, disfrutamos del silencio, sentimos la brisa que se lleva el abatimiento despidiendo el día, con la sencillez de una caricia y una mirada que todo lo explica. Dejamos caer el sol bajando por las pupilas, testigos de un ocaso que pone fin al día. Dejamos entrar la noche con la lentitud de quien respira. Despedimos otro domingo que poco a poco expira, dejando que la noche abrace los párpados, y salgan las estrellas custodiando las caricias. ¿Acaso se puede pedir más al ocaso?

Y esto, amigo mío, esto no se llama incertidumbre.

Llámalo tú como quieras, pero házmelo saber de alguna manera.

Y si lo que temes es que la rutina nos abrase, déjame decirte que las cosas no dejan de ser extraordinarias porque ocurran a menudo. El sol sale todos los días y el amanecer sigue siendo extraordinario. Lo ordinario es creer que porque algo se repite pierde belleza. A mí me ocurre algo más curioso todavía, y es que tu sonrisa me parece más hermosa cada día.

Y recuerda:

“¿Miedo a amar? ¿Qué puede haber más hermoso? ¿Qué riesgo mayor vale la pena correr? ¿Qué sensación puedes tener mejor que esa? Con lo bonito que es entregarse a la otra persona, confiar en ella y no pensar en nada más que en verla sonreír. El amor más hermoso es un cálculo equivocado, una excepción que confirma la regla, aquello para lo que siempre habías utilizado la palabra NUNCA.

¿Qué tengo que ver yo con tu pasado? Yo solo soy una variable enloquecida de tu vida. Pero no voy a convencerte de ello.”
(Federico Moccia, PSTLLA)

Los amores más bonitos son esos que nadie espera que sucedan. Dos personas que se tratan bien. Que son distintas. Hablan alguna vez. Llevan su vida sin pensar. Comparten charlas. Y un día se dan cuenta de que se necesitan. Que cerca se sienten a gusto. Sin avisar.

Y estamos de acuerdo en que nada es eterno, pero también en que lo que se cuida dura un poquito más. Y para eso todo lo que necesitas es poder mirar a una persona y pensar: “maldita sea, tengo suerte”.

Así que no le temas a nada. Date el lujo de no temer a lo que todavía no existe. No tiene sentido.

Sé libre y sé tú mismo.Piérdete entre la dicha.

A mí me basta con mirarte para saber que puedo ayudarte a perderte miles de veces.
Pero también para poder prometerte que siempre te volveré a encontrar.

(F.U.M. Diciembre 2.016)


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