Revista Cultura y Ocio

El extranjero - Albert Camus

Publicado el 03 abril 2020 por Elpajaroverde
Es verano. La carretera por delante. En lo alto, el sol implacable nos aplasta con su agónico calor. Si vamos dentro de un auto el efecto invernadero amenaza con ser letal; si fuera, el camino se antoja interminable e inasumible. El horizonte, esa línea a partir de la cual nuestra visión no nos da razón y que señala la dirección de nuestro destino, se ondula y se licúa. Lo llaman espejismo y está provocado por un fenómeno de refracción de los rayos solares debido a un cambio de densidad en el aire que toca esa carretera achicharrada por las altas temperaturas. Como consecuencia, el asfalto se convierte en un espejo que refleja el cielo.
«El sol había hecho estallar el alquitrán. Los pies se hundían en él y dejaban abierta su carne brillante. Por encima del coche, la galera luciente del cochero parecía haber sido amasada con ese fango negro. Yo estaba un poco perdido entre el cielo azul y blanco y la monotonía de aquellos colores, negro viscoso de alquitrán abierto, negro opaco de las ropas, negro lustroso del coche. Todo esto, el sol, el olor del cuero y el estiércol del coche, el del barniz y el del incienso, y la fatiga de una noche de insomnio, me turbaba la mirada y las ideas».
No, el alquitrán del fragmento anterior no estalla por una ilusión óptica. El calor del sol ablanda una parte del camino porque ha sido asfaltada recientemente. No he podido evitar al leerlo, sin embargo, evocar esos episodios en la carretera que todos hemos observado alguna vez en esos días estivales en los que hace un injusto sol de justicia. Supongo que ha sido así por la sensación de agobio que me ha provocado la escena a la que pertenece dicho fragmento, por la pesadez que me ha hecho sentir, por ese estado de irrealidad en el que me ha sumido. Me pesan los miembros, el asfalto se derrite y yo me diluyo en él. Su negro líquido me invade la boca cual azúcar quemado convertido en caramelo. Dulzor con regusto a alquitrán. Sí, algo completamente irreal, como digo. También los espejismos lo son. Y, sin embargo, es un asfalto real el que refleja un también cielo real.El extranjero - Albert CamusHace sol y calor el día del sencillo e irrisorio cortejo fúnebre de la madre de Meursault. Hará sol y calor ese otro día en la playa en el que Meursault destruirá «el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz». La muerte de la madre marca el inicio de esta breve novela. El día en la playa y lo que en él acontece marca el fin de la primera parte de la misma y da apertura a una segunda en la que Meursault será juzgado a consecuencia de un crimen. «Era el mismo sol del día que había enterrado a mamá» el que parece turbar esa mirada y esas ideas de Meursault ese otro día en la playa. Ese sol de justicia que incita y juzga desde lo alto. Que incita las ideas y juzga la mirada. A Meursault le sobra mirada y le faltan ideas. Injusto sol justiciero de espejo engañoso. O justo sol de juego de espejos. O qué sé yo. «De todos modos uno siempre es un poco culpable».
Para muchos Meursault no necesitará presentación. Ya habréis leído El extranjero, esa novelita tan célebre y aclamada del no menos célebre y aclamado Albert Camus, ese francés nacido en Argelia, país en el que, por cierto, se desarrolla la trama de esta novela. Otros no la habréis leído pero tendréis referencias. A algún otro quizá le suene solo de nombre. Y algún despistado habrá que nunca la haya oído nombrar o incluso que sí pero que poco le importe. Poco me importa a mí también. Porque de lo que yo vengo a hablar aquí es de mi Meursault y ya no digo de mi libro, como en su día dijo Paco Umbral, pero sí de mi lectura.
Meursault es un hombre instalado en el presente. Se deja llevar por la rutina y por el día a día. Habla solo cuando tiene algo que decir. Responde más a sus necesidades físicas que a sus sentimientos. Muestra a menudo pereza y aburrimiento pero se presta a agradar y es servicial si lo que se le pide no le produce perturbación ni descontento. La muerte de su madre no le apena aunque si se le pregunta dice haberla querido. Acepta de buena gana la propuesta de matrimonio de su llamémosla novia y sin embargo admite poder aceptar la misma propuesta por parte de otra mujer. Cuando le ofrecen una mejora laboral en París muestra indiferencia. Su jefe se sorprende ante su falta de ambición pero es que lo que Meursault ambiciona es «el grito de los vendedores de diarios en el aire calmo de la tarde, los últimos pájaros en la plaza, el pregón de los vendedores de emparedados, la queja de los tranvías en los recodos elevados de la ciudad y el rumor del cielo antes de que la noche caiga sobre el puerto». En palabras del propio Meursault, María, esa novia con la que ha aceptado casarse, le dice en una ocasión «que yo era extraño, que sin duda me amaba por eso mismo, pero que quizá un día le repugnaría por las mismas razones».
Sí, Meursault nos resulta extraño, por eso lo amamos y nos repugna, porque es el extraño que todos llevamos dentro y a la vez es la extrañeza que nos provoca un mundo que se muestra indiferente hacia nosotros. Porque es un ser que «no tenía nada que hacer en una sociedad cuyas reglas más esenciales desconocía y que no podía invocar al corazón humano cuyas reacciones elementales ignoraba». Porque es el suyo «el vacío de un corazón» que «se transforma en un abismo en el que la sociedad pude sucumbir».

El extranjero - Albert Camus

Sunny face, fotografía de Georgie Pauwels


Yo amo a Meursault. Él es la primera persona del singular a través de la que habla Albert Camus. Amo su sencillez. Amo su mirada poética. Amo sus párrafos de pura filosofía, sus frases que son bofetada. Su indiferencia y su renuncia me interrogan. Me admira su serena aceptación. Raimundo, uno de los personajes de ese vecindario del absurdo cotidiano en el que vive Meursault, le dice al poco de entablar amistad con él: «Sabía que tú conocías la vida». Otro personaje le dirá más tarde: «Sí, usted comprende las cosas. Los demás no». Aun así, condeno tanto alguno de sus actos como de sus omisiones. Pero en el juicio del que es protagonista y sin embargo mero espectador no se le juzga por su crimen sino por su actitud. Más tarde le dirá a un sacerdote: «no sabía qué era un pecado. Se me había hecho saber, solamente, qué era culpable».
Una llega a este libro sin saber qué esperar de él. Con la mente abierta y sin saber si lograré abarcarlo. Una llega o es el libro el que llega a ella. Porque son muchos las obras de la literatura universal de todos los tiempos que debería leer pero sé que pocas serán las que finalmente lea. Una llega y el libro le llega porque de todos esas obras, sin haberlas leído, una ya tiene íntimamente sus prescindibles y sus imprescindibles. Así que una da un pasito hacia el libro y el libro da un pasito hacia ella. Y una da un pasito y el libro da otro pasito. Y así, paso a paso, pasito a pasito, este libro y esta extranjera que soy nos encontramos en un horizonte ondulado y acuoso con sabor a caramelo de alquitrán. Y una sale del libro y sigue sin saber muy bien lo que ha leído pero sabiendo que sí, que ha leído una de las obras de la literatura universal de todos los tiempos que debía leer y que la etiqueta de imprescindible que le había puesto antes de leerla era la acertada. Pero ello no es óbice para que una no salga con sentimientos encontrados. Y no, no es el caso de esos desencuentros que me llevan por una parte a alagar una lectura y por otra a señalar peros. Es el encuentro de dos interpretaciones contradictorias entre sí pero, precisamente por ello, complementarias pues «¡He aquí la imagen de este proceso! ¡Todo es cierto y nada es cierto!» Ah, pero que yo venía aquí a hablar de mi lectura. Pues mi lectura, queridos lectores, para vosotros no ha de ser más que papel mojado en charco de alquitrán que se evapora en el horizonte.
«Ninguna de sus certezas valía lo que un cabello de mujer. Ni siquiera estaba seguro de estar vivo, puesto que vivía como un muerto. Me parecía tener las manos vacías. Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta verdad, tanto como ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía razón, tenía siempre razón. Había vivido de tal manera y hubiera podido vivir de tal otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho tal cosa en tanto que había hecho esta otra. ¿Y después? Era como si durante toda la vida hubiese esperado este minuto... y esta brevísima alba en la que quedaría justificado. Nada, nada tenía importancia y yo sabía muy bien por qué. También el sabía por qué. Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían entonces, en los años no más reales que los que estaba viviendo. ¡Qué me importaban la muerte de los otros, [...] las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge, desde que un único destino debía de escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos! ¿Comprendía, comprendía pues? Todo el mundo era privilegiado. No había más que privilegiados. También a los otros los condenarían un día. También a él lo condenarían».
Somos condenados. Moscas aplastadas en el asfalto. Si preferís, pegadas a la goma de un neumático que gira y gira sin importar demasiado a dónde va. Para los más estetas, moscas flotando en un traslúcido lago de espejismo. Y qué más da dónde la mosca deje de ser si ya no es para nadie. «Desde que uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo». «En el fondo no existe idea a la que uno no concluya por acostumbrarse».

El extranjero - Albert Camus

Vallée de la Mort / Death Valley, fotografía de OliBac


Ficha del libro:*
Título: El extranjero
Autor: Albert Camus
Traductor: José Ángel Valente
Editorial: Alianza
Año de publicación: 2012
Nº de páginas: 128
ISBN: 978-84-206-6978-6
*Os dejo tanto imagen de portada como datos bibliográficos de una de las últimas ediciones al español de El extranjero. La edición que yo he leído data de 1982 y la traducción corre a cargo de Bonifacio del Carril. A dicha traducción pertenecen las citas que he utilizado en la redacción de esta reseña.
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