Benjamin Button se volvió una celebridad por tener el rostro de Brad Pitt. No estoy segura de que Fitzgerald se lo imaginara de esa manera, pero tampoco creo que Robert Redford haya estado en su mente cuando nos describía a Gatsby (aunque entre nosotros, creo que no habrá un mejor Gatsby que Redford).
Dejando de lado el cine (y aquí recuerdo una entrada de lammermor sobre cine y literatura) volvamos al cuento. La ilusión de una joven pareja por la llegada del primer hijo se vuelve un drama victoriano cuando el hijo en cuestión nace con el cuerpo y la mente de un hombre de más de setenta años. A pesar de la negación de Button padre y de todos los artilugios a los que hecha mano, no logra que Benjamin tenga la apariencia ni la mentalidad de un recién nacido. Los osos de peluche lo aburren y el cigarrillo es su mejor compañía.
Aquí comienza una historia que en lugar de avanzar retrocede, una vida vivida al revés de lo que estamos acostumbrados, comenzando –oxímoron mediante- al final.
Con un final dramático, que deja –o al menos lo hizo conmigo-con una sensación de vacío aunque uno lo conoce desde la primera palabra, Fitzgerald le da una vuelta de tuerca a la vida cotidiana, a la vida de cada uno de los mortales, mostrándonos, de una manera fantástica e irreal, un nuevo punto de vista desde donde encarar la existencia.