Manuel Godoy, guardia de Corps, Fco. Folch de Cardona, 1788, RABASF
El relato que hoy nos ocupa tuvo lugar en la tranquila calle Sacramento, vía apacible que contrasta con sus ruidosas vecinas, la calle Mayor y la calle Segovia. Aunque las apariencias engañan pues en esta breve calle, donde se suceden viejos edificios señoriales y severas iglesias, hay más leyendas de aparecidos que casas. Una de estas historias tiene que ver con un joven guardia de Corps que tuvo un fantasmagórico encuentro con el más allá.
Placa de azulejos de la Calle del Sacramento. Taller de Alfonso Ruiz de Luna
Durante el reinado de Carlos IV, hacia finales del siglo XVIII, al cuerpo de guardia de Corps perteneció un joven oficial llamado Juan de Echenique conocido por su fama de conquistador y cortejador. Todo un tenorio de veintipocos años que tenía la obsesión de cuidar su atuendo hasta la exageración. Talle esbelto, sombrero de tres candiles, peluca blanca con coletilla anudada con lazos negros, capa carmesí y estilizado espadín componían su figura.
La iglesia del Sacramento en Historia de la Villa y Corte de Madrid 1860, J. Cebrián dibº y litº
Catedral castrense de las Fuerzas Armadas, izda. c/ Sacramento, dcha. Petril de los Consejos
Nuestro uniformado donjuán, cierta noche primaveral, acababa de perder jugando a los naipes casi la totalidad de su paga en cuatro envites desafortunados durante su guardia en el Palacio Real. Pidió a sus marciales compañeros que le encubrieran si fuera necesario, pues él debía visitar a una joven conquista de turno que vivía en los alrededores de Puerta Cerrada. Había llovido mucho y el suelo era una continua sucesión de charcos. El mozo avanzaba, saltando de aquí para allá, evitando las salpicaduras. Ya había pasado la iglesia del Sacramento del convento de las bernardas (hoy catedral castrense de las Fuerzas Armadas) cuando, desde un balcón, una voz femenina le chistó, invitándole a subir. El oficial, sorprendido e intrigado, no se lo pensó dos veces y siguió el camino que le marcó su instinto de galán entrando raudo en el zaguán iluminado por un farolón de aceite. Subió los escalones de dos en dos llegando enseguida al rellano donde le esperaba la puerta entreabierta y tras ésta una bellísima y misteriosa dama de grandes y hermosos ojos negros, pálida y enfundada en un enlutado vestido de terciopelo negro guarnecido de perlas. Inmediatamente tuvo lugar una intensa noche de pasión, quizá una de las mejores noches de amor que el acicalado Juan de Echenique había vivido jamás.
La leyenda del guardia de Corps, photocollage del autor @juansanguinocollado
Tras el amor, un dulce sueño reparador que el aire de la noche interrumpe llevándole el insistente sonido de las campanas de la cercana iglesia de San Justo (hoy basílica pontificia de S. Miguel). La hora le recuerda que debe volver al Palacio Real para el relevo. Se viste con urgencia y se despide con un apasionado beso de la enigmática dama con la que ha compartido una noche sin igual. Él jura volver mientras la dama sonríe enigmática. En la calzada resuenan en el silencio los pasos apresurados del militar. Ya de camino, a la altura de la calle Mayor, advierte que se ha dejado el espadín en la alcoba de la bella. Disgustado por el inoportuno descuido vuelve a la casa sobre sus pasos. Pero cuando llega al portalón ya nada era como él recordaba...
Basílica Pontificia de San Miguel, c/ San Justo
La puerta, que apenas unos minutos antes lucía lustrosa, acusaba ahora el paso del tiempo y un candado le impedía el paso. No se amilanó y golpeó la aldaba con todas sus fuerzas. Una y otra vez... Pero fue un esfuerzo en vano. Nadie contestaba a su requerimiento. Finalmente, el escándalo de los aldabonazos despertó a un vecino del edificio contiguo, quien salió a la ventana para ver quién era el responsable del alboroto a una hora tan intempestiva. El hombre le advirtió respetuoso: “vuesa merced está confundido; ahí no vive nadie desde hace medio siglo”. No conforme con la advertencia Juan de Echenique preguntó al anciano vecino por la hermosa mujer que vivía en esa casa. El viejo le respondió que llevaba muchos años muerta tras perder la vida en extrañas circunstancias y que la casa permanecía cerrada desde entonces.
El guardia de Corps en la casa fantasmal, photocollage del autor @juansanguinocollado
Sobrecogido, una mueca de estupor se dibujó en el rostro del joven cortejador. Tras recuperarse de la impresión, razonó lo que había pasado e intentó convencerse de que lo que el vecino aseguraba era imposible, pues él había estado en el interior del inmueble hacía menos de una hora. Finalmente el soldado logró abrir el portalón de un fuerte empellón y subió las escaleras como alma que lleva el diablo. Cristales rotos, telarañas en las paredes, polvo de años sobre los suelos. Luchando contra el fuerte olor a humedad del ambiente, comprobó que la puerta de la vivienda ya no estaba entreabierta y tuvo que afanarse para poder entrar. Logró romper la cerradura y entró en la vivienda. Los ricos tapices, la vajilla y la cubertería de plata y oro, los hermosos muebles, ahora tapados, las suaves alfombras, incluso el lujoso dormitorio de la dama donde habían dado rienda suelta a su amor entre sábanas de suave hilo, también habían desaparecido. Todo se había desvanecido de forma misteriosa y en tan solo unos minutos. Todo era ya suciedad, telarañas, abandono y doloroso vacío. De pronto, se percató de un cuadro, retiró con temblorosa mano la pátina de polvo que el tiempo había posado sobre él y creyó enloquecer. Era el retrato de la mujer con la que había pasado la noche y la firma y fecha no dejaban dudas: hacía más de cincuenta años que había sido pintado... Alarmado giró sobre sus pasos y emprendió la huida de la casa, no sin antes tropezar con una escalofriante visión. Delante de él aparecía cubierto de telarañas su espadín, apoyado en un reclinatorio, a los pies de un crucifijo entre varias velas encendidas.
Reclinatorio, crucifijo y espadín, photocollage del autor @juansanguinocollado
Aferrando contra su pecho el espadín salió corriendo de la casa, como alma que lleva el diablo, hasta la iglesia San Sebastián, que se asoma curiosa a la calle de Atocha, para postrarse ante el Cristo de la Fe de los guardias de Corps tratando de encontrar alguna explicación terrenal o divina de lo que acababa de vivir. A los pies de un Cristo crucificado dejó su espadín y bandolera, y rezó pidiendo perdón a Dios. El joven entendió que aquello era una lección divina por su pasado pendenciero. A partir de aquel extraño suceso abandonó para siempre su vida anterior y, con ello, su fama de donjuán y jugador y decidió ingresar en un convento, alejado, para siempre de las tentaciones de una vida frívola. Días después, don Juan de Echenique profesó entre los mínimos seguidores del pobrecito de Asís y su espadín fue exhibido durante años como exvoto por ser testigo de tan extraño caso…