Revista Historia

El extremeño, crónica de un idioma al borde de la extinción

Por Ireneu @ireneuc

Cuando en 1988 me tocó ir a la "mili" por obra y gracia de haber nacido un día más tarde de lo que salía de cuentas mi madre (no me salvé de ir justo por ese día) fui destinado al campamento militar de Santa Ana en Cáceres. Allí, catalanes éramos pocos -había más valencianos-, pero no pasábamos desapercibidos porque siempre que podíamos hablábamos en " llengua de cosins germans" (lengua de primos hermanos, como decían los valencianos); cuestión de rebote, evidentemente. Sea como sea, en mi grupo de amigos teníamos un cacereño -de Plasencia creo recordar- al cual le hacía cierta gracia que hablásemos entre nosotros en catalán/valenciano y que decía que ellos también tenían idioma propio. ¿Idioma propio en Extremadura?¿Estaba de cachondeo? Pues no, no bromeaba. Se refería a un lenguaje cuya existencia me era absolutamente desconocido y que su existencia fosiliza la historia de la Reconquista de la Península: el castúo o extremeño. ¿Lo conocía?

" Mi jiedin los jombres que son medio jembras", este fragmento del poema "Varón" de José María Gabriel y Galán declamado por mi compañero de servicio militar y que pueden encontrar completo en la webgrafía al pie de este artículo, fue mi primer contacto con la lengua extremeña (palra estremeña, como dicen ellos). Una lengua tan desconocida como denostada y que está en serio peligro de desaparecer, fruto del desdén, la ignorancia de los forasteros y por la vergüenza de los propios hablantes a expresarse en ella más allá de los círculos familiares ( ver El occitano o la inducida vergüenza de hablar tu propia lengua). Y es que, al ser un habla que se ha mantenido por transmisión oral en las partes más aisladas y rurales de Extremadura ( Las Hurdes, por ejemplo), la sensación de estar delante de un castellano "paleto" es muy fuerte. Sin embargo tiene una historia que no desmerece a ninguna de las otras lenguas de la Península.

Nos hemos de remontar a la Alta Edad Media. Por aquel entonces, los reinos cristianos de la península Ibérica se habían reducido a una estrecha franja al norte y noreste de ella, donde, a la vez de la religión, se conservaba un latín vulgar plagado de localismos, germen de las actuales lenguas peninsulares. Al pasar de los años, los diferentes reinos cristianos comenzaron una lenta (lentísima diría yo) expansión hacia el sur a cuenta de los territorios musulmanes, llevando con ellos su propia cultura y lengua. En el norte de la península, el Reino de León -que englobaba a Castilla y Galicia- partía el bacalao y talmente como los catalanes o los aragoneses en la vertiente mediterránea, expandieron sus propios idiomas.

El Reino de León, encorsetado entre los terrenos conquistados por los castellanos y por los gallegos (que se habían desvinculado de los leoneses), llevó el idioma astur-leonés de norte a sur, al repoblar las provincias de Zamora, Salamanca, Cáceres y Badajoz hasta lo que hoy es la provincia de Huelva. En este punto, el Reino de León paró su progresión al unirse en 1230 con Castilla, la cual se había convertido en potencia dominante del interior peninsular. Esta situación de poder hizo que, con el tiempo, el idioma castellano se expandiera por territorios que no eran castellanos (caso de Salamanca, gracias a su universidad), dejando la zona de difusión del antiguo idioma leonés reducido y dividido. Por el norte, ocupando Asturias y las partes occidentales de León y Zamora, estaría el astur-leonés propiamente dicho -conocido también como bable- y al sur, aislado en las sierras de Cáceres y Badajoz, el extremeño.

Justamente este aislamiento del tronco leonés, hizo que se desarrollara una lengua con un léxico y unas características gramaticales bien particulares. La existencia de un acento diferenciado y tan especial (haches aspiradas y palabras acabadas en -i) ha hecho que los castellanoparlantes que la escuchen tengan la sensación de estar delante de un castellano mal hablado y que no hay forma de entender. Excusa que, junto a su origen estrictamente rural ha dado pie a que el extremeño se haya denigrado en grado sumo rebajándolo a nivel de " patois " o "chapurreado" cuando, en realidad, lo que demuestra es un origen muy próximo entre ellas.

Este menosprecio por un habla tan campesina y que no se ha mantenido en ninguna ciudad importante por la presión del cercano castellano -no se conoce ni el número de hablantes, las estimaciones más favorables los cifran en 200.000-, ha hecho que los propios extremeños que la tenían como propia (excepto en los territorios donde no es nativa, ver Olivenza, el Gibraltar español.), la hayan dejado de lado progresivamente.

Así las cosas, en el centro y sur de Extremadura, el extremeño (denominado alto-extremeño por los lingüistas) ha dejado paso a un castellano "extremeñizado", tanto más castellanizado cuanto más al sur de la comunidad autónoma. Situación que ha liado aún más la troca ya que se ha mezclado la denominación "extremeño" con la de " castúo", cuando ésta última fue acuñada en los años 20 del siglo XX y se refería al castellano hablado en extremadura con más o menos substrato extremeño. En la actualidad, en muchos ámbitos ambas denominaciones son sinónimas, perdiéndose la conciencia de estar hablando una lengua independiente.

Hasta tal punto ha sido menospreciado el extremeño, que la propia administración autonómica, en vez de velar por la preservación de su patrimonio lingüístico ha hecho caso omiso a las solicitudes de los pocos colectivos que intentan mantenerlo y se ha negado en redondo a fomentarlo, dando toda la preferencia a la enseñanza del castellano. Cuestiones políticas partidistas, ligando lengua con nacionalismo cuando no existe ninguna conciencia nacional ni similar en Extremadura, están permitiendo que el extremeño muera agónicamente.


En definitiva, que el caso de la lengua extremeña, es el caso paradigmático del pez grande que se come al chico con el beneplácito del propio pez chico. En un mundo globalizado, en que estamos perdiendo todas las particularidades en beneficio de una uniformidad que solo favorece a unos cuantos, el hecho de perder algo tan profundo y rico como son las raíces culturales no puede dejarnos indiferentes. Hoy es el extremeño, el occitano o el bretón los que se encuentran en peligro, pero cuando una lengua se pierde, se pierde para siempre una forma de entender el mundo, una experiencia milenaria, una realidad humana. Una realidad que, aunque haya ejemplos de éxito en la recuperación artificial de lenguas muertas ( ver El cornuallés, la resurrección milagrosa de una lengua perdida), una vez perdida nunca, nunca, será la misma.

Vale la pena recapacitar al respecto.

Ejemplo vivo del uso del "estremeñu"


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