“Los deportes son una buena distracción en la vida cuando todo se vuelve melancólico”
El periodista deportivo
Richard Ford
Vayamos por partes y digamos, para empezar, que adoro el deporte. No es que corra, ni que nade, ni que monte en bicicleta, ni que practique juego alguno desde que dejé atrás la edad escolar. Mi ídolo de la infancia, sin embargo, no fue otro que un tal Pedro Delgado, capaz de ganar un Tour de Francia con autoridad (1988) y de perder otros dos, al menos, con característica originalidad (1987 y, por supuesto, 1989). La vez que más próxima he estado en mi vida de un ataque de ansiedad fue en el ya lejano 1992, con ocasión de la final de la Euroliga que enfrentó al Joventut de Badalona con el Partizan de Belgrado y que la Penya perdió en el último segundo merced a un triple del Sr. Djordjevic. Ese mismo año lloré, cómo no, el día de la clausura de los archiañorados Juegos Olímpicos de Barcelona y hace dos veranos volví a llorar tras la final olímpica de baloncesto que en Pekín enfrentó a nuestra selección con la de Estados Unidos; no por la frustración de ver cómo se escapaba una oportunidad única, sino por la emoción de haber visto, sin duda, el mejor partido de los posibles. Aunque de una forma vicaria, pues, adoro el deporte. ¿Por qué? Por los motivos que aporta el bueno de Frank Bascombe en El periodista deportivo de Richard Ford (uid. supra), porque emociona y porque, aunque cada vez menor, aún hay lugar en él para una grandeza y una épica de otros tiempos. Así que cuando leí hace unos meses en El País que John Carlin había escrito un libro titulado El factor humano acerca del papel que el rugby y la Copa del Mundo de 1995 habían desempeñado en la consolidación de la democracia post-apartheid surafricana, y que además este había servido de base para la nueva película del maestro Eastwood, no lo dudé.
Error. El factor humano de Carlin defrauda. Defrauda porque decepciona y defrauda porque engaña. Se nos presenta, como digo, como el análisis del papel jugado por el rugby, deporte nacional afrikaner, en la reconciliación entre afrikaners y negros. Sin embargo, al rugby y la Copa del Mundo les dedica tan sólo Carlin el último tercio de este ¿ensayo? Con anterioridad lo menciona tan sólo de manera tangencial y sorprendentemente forzada, como queriendo recordarnos a cada momento cuál es la tesis del libro que tenemos entre manos. Los dos primeros tercios los dedica Carlin por entero a Nelson Mandela y a sus negociaciones con Botha, De Klerk y otros muchos desde su cárcel en Robben Island y ya fuera de ella. No es que Mandela no merezca tal atención ni sea digno de admiración –que lo es y mucho- pero la historia del gran líder del Congreso Nacional Africano ya ha sido contada en muchas y mejores ocasiones y habría interesado más aquí el punto de vista de los Springboks, que acaban tipificados como una pandilla de grandullones, torpones pero de buen fondo, que lloran como críos y en su momento fueron racistas y cómplices silentes del apartheid porque no podían ser otra cosa. ¡Ja! Lo típico y lo tópico son dos de los más grandes enemigos de la Literatura. Otro es la impostación. Y el Mandela de Carlin es, sobre todo, forzado, porque ha sido privado de su humanidad –frente a lo que diga el título- al convertir Carlin cada sonrisa, cada gesto espontáneo, cada chiste, cada anécdota de ese venerable anciano en parte de una estrategia para –una vez más- convertir el rugby en el engrudo que rellene las grietas de más de medio siglo. Todo el mundo, hasta los más grandes estadistas que en el mundo son y han sido, debería tener derecho a relajarse y a la charla insustancial de vez en cuando. Pero ahí va un botón de muestra para que vean a qué me refiero:
“Era una historia especialmente ligera e insustancial dada la solemnidad del entorno, un despacho en el que, como había dicho Mandela en una entrevista unos días antes, “se fraguaron los planes más diabólicos”. Pero la historia de los pollos robados fue útil porque ayudó a crear precisamente el tipo de intimidad y complicidad que el presidente quería establecer con el joven. Al contarle lo que era una especie de confidencia privada, una historia que Pienaar no podía leer en los periódicos, Mandela encontró una forma de llegar al corazón del abrumado capitán del equipo de rugby, de hacerle sentir como si estuviera en compañía de su tío abuelo favorito. Pienaar no podía saberlo entonces pero, para Mandela, ganarse su confianza –y, a través de el, conquistar al resto del equipo Springbok- era un objetivo importante. Porque lo que Mandela había deducido, con ese estilo medio instintivo y medio calculador que tenía, era que la Copa del Mundo podía ayudar a afrontar el gran reto de la unificación nacional que aún quedaba por hacer.”
El factor humano
John Carlin
Así, una y otra vez, de manera que una llega a plantearse si Carlin no estará intentando autoconvencerse a cada momento de que su tesis es cierta. Como dice la locución latina, excusatio non petita, accusatio manifesta. O eso o creyó que los potenciales lectores de su libro eran de natural obtuso, en cuyo caso debería haber tenido mayor cuidado y reprimir la tendencia a lanzar, uno tras otro, nombres que no se sabe muy bien qué papel desempeñan en esta historia así como también el irritante vicio de avanzar y retroceder continuamente en el tiempo. En fin, un desastre. Y eso que yo quería creer y ampliar la lista de grandes momentos que el deporte nos ha deparado.