Reina un silencio sepulcral. La familia tigre duerme a pierna suelta. La madre tigre en particular está la mar de agustito en un estado comatoso ganado a pulso de Rioja, agotamiento y un exceso de vida social. Algo altera su sueño. No es ruido. Ni frío. Ni calor. Es una suerte de puntero láser clavado en su sien. Abre los ojos presa de un presentimiento aciago y allí está. Inmóvil. Enmarcada por un halo siniestro de luz de luna. Como una aparición de ultratumba, La Tercera le mira intensamente desde los pies de la cama.
Al percatarse de que efectivamente su madre ha conseguido con un esfuerzo sobrehumano elevar un párpado lo justo para poder ver, sin mediar palabra alza los brazos y con este gesto estudiado comienza el baile infernal. La madre tigre se levanta, coge a la criatura del demonio en brazos, baja a trompicones las escaleras que separan el dormitorio conyugal de los aposentos de las fieras y vuelve a depositar a la niña fantasmagórica en su cama. La arropa, le da un besito y se vuelve cual zombi más muerto que vivo a su cama.
Ni pensar quiero como con sus dos años y medio se baja de una cama de metro veinte con barrera y, completamente a oscuras, sube las escaleras criminales de mármol inmisericorde sin matarse. Como dice su padre: mala hierba nunca muere.
Y así una vez. Y dos. Y esta noche pasada hasta quinientas. Sin exagerar. Se pueden imaginar que el gracejo con el que la madre tigre bajaba las escaleras con su niña querida en brazos dándole besitos en la nuca se ha ido transformado peldaño a peldaño en un brío desmesurado. Los besitos se han transformado en veladas amenazas de como vuelvas a subir a nuestro cuarto te enteras e improperios indignos de un blog de bien proferidos al oído del padre de la criatura donde se ha mentado a la madre que la parió entre muchos otros. La niña, inasequible al enojo materno, ha seguido erre que erre y cuando ha intuido que ahora sí que sí se le iba a caer el pelo ha dejado de subir y se ha dedicado a berrear desde la cama cual cochino jabalí. Un primor.
Habiendo agotado la vía de los besitos, la del buen rollo materno filial, la del diálogo ese tan de moda, la de la amenaza, la de mandar al padre de la criatura a ver si así, la de la histeria colectiva y todo el abanico de aspavientos y desesperaciones del que una es capaz de madrugada se ha recurrido al clásico pues ya que no vas a dormir el cirio lo vas a montar en el baño. Y aquí paz y después gloria. Mano de santo. Ha sido verse sentadita delante del lavabo y entrarle un sueño infinito. Ni mú ha dicho cuando la he vuelto a dejar en la cama al borde ya de la demencia.
Huelga decir que esta mañana no estaba la niña para mandarla a la guardería porque además, cuanto más cansada peor duerme, lo que puede convertirse en un círculo vicioso de los que no se cierran sin que corra la sangre. Así que aquí la tengo más contenta que unas pascuas después de su siestecita mañanera mientras yo me arrastro a duras penas con el sueño cosido a los talones. Un sueño que sé que no recuperaré. Jamás. Un sueño que hoy cuando me enfrente por primera vez a los deberes de segundo con una alumna más vaga que la chaqueta de un guardia me pasará factura. Con IVA. Si a esto le sumamos que nos toca doblete de ballet de las mayores con las pequeñas a cuestas, prueba de tutús y recaditos variopintos el drama está servido. En bandeja.
Un niño maldormido es un instrumento del demonio pero una madre de familia numerosa maldormida es una mina. Antipersona.
¿Y si esta noche repite? Que nos pille confesados…
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