El Palacio de Villa Suso, que hoy tiene su entrada principal por la medieval Plaza del Machete, está en el Casco Viejo vitoriano, tras la iglesia de San Miguel y a pocos metros de la plaza de la Virgen Blanca. Convertido en un moderno Palacio de Congresos, es visita obligada para todo el que quiera conocer Vitoria. Tal vez se puedan encontrar con el fantasma de la leyenda. A partir de ahí, todo lo contado en este relato es pura ficción.
Se celebraba un Congreso sobre Lenguas Minoritarias en el Palacio de Villa Suso. En un receso, el representante chileno preguntó a una de las azafatas por los servicios. Giramos la cabeza para ver cómo su espalda se iba empequeñeciendo a medida que bajaba la escalinata para adentrarse en el antiguo sótano donde están los modernos baños. Se dice que son los más limpios de la ciudad porque los visitantes huyen de esta zona. El miedo al fantasma de la “emparedada” sigue atenazando. Su leyenda, bien conocida en la ciudad, obliga a los que tienen que bajar del Casco Viejo a la zona del ensanche a apresurar el paso o dar un largo rodeo para evitar el palacio.
Corría el 1982 cuando las Instituciones de Vitoria decidieron rehabilitar el abandonado Palacio Renacentista de Villa Suso para transformarlo en un ambicioso centro de congresos dotado con los más modernos equipamientos técnicos.
Era un día huracanado y gélido cuando el grupo de técnicos en restauración de edificios antiguos se adentró en el palacio por la magna portada original que se abre en la zona alta. Llevaba más de cien años cerrado y el deterioro era considerable. Tasio propuso, entre risas y mofas, una apuesta que ganaría el que se encontrara con el fantasma que vagaba entre aquellos muros. El silencio delator de algo oscuro que había empezado a tejerse, le confirmó que sus compañeros estaban bajo la influencia de la maldición del fantasma. “‘Ya tengo algo jocoso que contar’, se dijo”.
El viento arremetía y el agua racheada empapaba a los que subían por la destrozada escalera con parte de la noble techumbre derrumbada. Tasio decidió introducirse en los sótanos donde todo era siniestro y una hostilidad amenazante parecía surgir de las entrañas del edificio. Una calma tensa dominaba ese espacio acrecentada por el lejano gemido de las bisagras de una ventana al golpearse. La humedad que parecía exhalar de los muros, había dibujado unas siluetas durante siglos que, a la luz de la linterna que llevaba en el casco, se transformaban en figuras negras y terroríficas que danzaban entre las sombras que se extendían por el lugar. Él siguió avanzando como una sombra más de esa danza macabra que lo acosaba. Cuando llegó al final de aquel lúgubre pasillo, descargó el mazo que llevaba en la mano sobre la pared que lo cerraba; le sonó a hueco. Golpeó una vez más y al caer los primeros cascotes apareció entre el polvo del derrumbe un hueco tenebroso con fuerte olor corrompido. Era un muro falso que formaba con el de piedra del fondo un armario empotrado sin respiradero. “ ’Algo horroroso está a punto de ocurrir’, pensó”. Nervioso, agrandó el hueco lo suficiente para meter la cabeza con su linterna y cuando su vista se hizo a la luz del habitáculo, se quedó sin respiración. Unos estremecedores ojos lo estaban mirando. Una hermosa joven en cuclillas, con las uñas y manos destrozadas, le mostraba el desgarrador rictus de angustia con el que la muerte le había sorprendido.
Alguien la colocó allí y la sujetó mientras la emparedaban viva con un bebé en las entrañas. Un aullido de horror salió de la garganta de Tasio cuyo eco se propagó hasta llegar a los oídos de sus compañeros. Tambaleándose se dobló sobre sí mismo y nunca pudo contarlo.
La verdad les golpeó la cara en cuanto llegaron. Fueron testigos de cómo la corriente de aire volatilizaba el cadáver para dejar en su lugar un macabro esqueleto con una cadena de oro en torno al cuello.
̶ Toda Vitoria considerará que se ha profanado la tumba de la “emparedada” ̶ dijo Kepa atemorizado por lo que estaba viendo.
̶ ¿Os hacéis idea del revuelo que se formará en cuanto esto salte a la prensa? ̶ añadió Mikel.
̶ No tenemos por qué alarmar a la sociedad ̶ advirtió Itziar con una expresión que les confirmaba lo que sus palabras no habían pronunciado.
Y aquellas bóvedas, que horrorizadas habían guardado su secreto durante siglos, sellaron el pacto de silencio que los tres hicieron.
De la sección de la autora en "Curiosón": "Retazos de vida" ©MPMoreno2016