Noche Propia
Marco Suaya
Ed. sandía&vino
44 páginas
Por Luis Schiebeler y Mariana Palomino
El poeta tomó la noche por asalto. Enardeciente, penetró con sus atuendos en llamas el turbio follaje del habla inconclusa. Y allí donde las ofensas trasmutan en ofrendas, fue abanderado por los colores del lenguaje victorioso. Negra y púrpura es la bandera que flamea al cielo, donde parpadean anonadadas las astillas de su antiguo lenguaje. El negro no alude a ningún volcán, sino a los maremotos urbanos y espectrales de la callecitas de Buenos Aires que, al caer el sol, despiertan ese viscoso alquitrán que mancha la piel del poeta –su plumaje o sus escamas– mientras arroja su miasma sensorial a los devenires imperceptibles. El púrpura simboliza la sangre, los trastornos de la sangre que caen en cascada de los precipicios que lo fulminan. Es también el color de los prepucios mutilados de sus antiguas camaradas arias, los juglares libertarios y libertinos del mundo.
Sin embargo, el poeta de rostro aniñado no es el único en esta imagen memorable. Lo escoltan sus compañeros, que con lealtad rutilan su insobornable solitud. A su izquierda, la náusea, bizca, que tose y se le gangrena la panza. A su derecha, tomadas de la mano, distraídas y gelatinosas, lo acompañan excreciones de morfología y tonalidad inusual. Le siguen detrás pequeños bólidos, tubérculos y coágulos que supuran y personifican las heridas de los recorridos del poeta –éxodo de su pasado cautivo.
El logro más admirable de este escritor es que arriba a su Ítaca en la mañana sin otro propósito que el de demoler las cotidianas “maquetas de lo cordial”, las estúpidas moralinas del rebaño que sólo conducen a los “pensamientos oxidantes”, estériles. Sin parar un minuto de obstruir aquello que acaso lo acecha de nacimiento; llamémoslo, la moral de porcelana. A la que de muy chico se ensañó en cantarle su epitafio, de entonar frente a pálidas caras de teteras y totalmente arrebatado por un apátrido frenesí: ¡que viva la paria! ¡que viva la paria! la intocable, la palabra indeseable, indecible, abyecta, espuria, la que refleja la “maleza carnívora”, la que condensa el estupor de los “miles de ojos estampados” contra sus ventanas. La palabra que le propicia el grito sin gritar.
Marginal y onanista, ácrata e insumiso, Noche Propia exhala la frescura de un manifiesto intempestivo. En este primer libro de Marco Suaya, el “veneno sanador de este mundo” es arquitrabe de su estilo y marca del desarreglo de sentidos al que ha llegado. Nos ofrece algo más que una lírica cruda e incomodante, sumida en lo nocturno y lo siniestro. Si para la niña monstruo la revolución consistía en “mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”, acá se trata de polvorizarlos, para esnifarlos en la vigilia.
Tal vez el mayor triunfo del poeta sea su desperezar, después de haber aniquilado el virus de la escritura procrastinada. Celebramos su búsqueda en esta instancia preliminar, mapa rizomático del territorio lírico que el lector recorrerá bajo el inquieto crepitar del follaje nocturno. Pero también advertimos: quienes nos adentramos en el inhóspito fango de un lenguaje diferente, nos hemos vuelto búhos fieles de esta noche.
Noche propia es el relato de las huellas de un magnífico fauno, de paso firme y voluptuoso. De un poeta león, ultrajado por la urbe cruel que sigilosamente transita hasta dar con las epifanías de las oscuras gargantas de los callejones.