Daniel de Pablo Maroto, ocd
Convento de La Santa-Ávila
Un fenómeno raro en la historia del feminismo, en un momento en el que la mujer estaba marginada en la sociedad y en la misma Iglesia, un grupo de mujeres místicas ejercieron el ministerio de enseñar y escribir y, lo más sorprendente, es que encontraron ayuda y colaboración entre los varones. Presento el hecho como una buena noticia a añadir a la actual situación de libertad de las mujeres en nuestra civilización occidental. Recordaré a algunas de las místicas de Occidente que tuvieron la suerte de ser defendidas por prestigiosos varones de la Iglesia católica.
Por la relevancia histórica del personaje, recuerdo, en primer lugar, al cardenal Cisneros, el gran hombre de Estado, político y guerrero, pero que, debajo de la púrpura cardenalicia ocultaba un alma franciscana y evangélica que se conmovía ante las manifestaciones de Dios en las mujeres místicas. Pedro Sáinz Rodríguez utilizó la feliz expresión de “la siembra mística” de Cisneros, que fue una de las fuentes de alimentación de la primera escuela de espiritual de España en los comienzos del siglo XVI. Entre los libros que puso en manos de los lectores, también de las monjas de clausura, se cuentan algunas obras de mujeres místicas. Por ejemplo, los de Catalina de Siena, Clara de Asís, Ángela de Foligno, Matilde de Hackeborg. Sabemos que respetó a la controvertida María de Santo Domingo, la “Beata de Piedrahita”, mujer con fenómenos místicos y participante en la reforma de los dominicos. Por todo ello se puede considerar que, como varón, favoreció el magisterio verbal y escrito de las mujeres en la Iglesia.
Sirvan también de prueba documental las ayudas que prestaron los varones a las mujeres como directores espirituales, críticos o redactores de sus escritos. Por ejemplo, Jacobo de Vitry, ilustre teólogo e historiador francés; fue nombrado en 1212 obispo de San Juan de Acre y patriarca de Jerusalén y es autor de la Historia Hierosolymitana, en la que hace mención de los primitivos frailes del Monte Carmelo. Nos interesa aquí porque, siendo canónigo de la iglesia de Oignies, fue director espiritual de María de Oignies (1177-1213), mística de los Países Bajos, de la que escribió su biografía, centrando su santidad en el influjo de los dones del Espíritu Santo, de manera especial el de piedad que le impulsó a dedicarse a servir a los pobres.
El caso de Santa Brígida de Suecia (1303-1373) merece un capítulo aparte como mística muy controvertida en su tiempo. En su libro de Revelaciones intervino como amanuense y recopilador Pedro de Alvestra; pero sus principales valedores fueron personajes tan importantes como el obispo de Jaén Antonio Fernández Pecha, que la conoció en Roma y fue su confesor, y director espiritual. Y después, el cardenal dominico Juan de Torquemada, uno de los personajes españoles más prestigiosos de su tiempo que defendió sus Revelaciones.
Santa Catalina de Siena (1347-1380) fue un personaje femenino muy singular. Hoy es doctora de la Iglesia, y en su tiempo influyente en la vida espiritual de Italia por su vida, los fenómenos místicos que aparecieron pronto en su vida. Sus escritos son muchos y muy estimados. Su persona y doctrina fue defendida por sabios varones, especialmente Raimundo de Capua, su principal biógrafo. De Francesca Romana (1384-1440, Giovanni Mattiotti, su confesor fue el amanuense que recogió de su boca la relación de sus Visiones y Revelaciones, además de la Vita y el más famoso de sus libros, el Tratado del infierno. Las obras de Santa Catalina de Génova (1447-1510) fueron recopiladas por su confesor, Cattaneo Marabotto, entre otras, el famoso Tratado del purgatorio.
El lector tome lo escrito no como una lista completa, sino ejemplos de lo que sucedió en los siglos medios y en el Renacimiento.
Y, como complemento del aprecio que tuvieron los varones espirituales de las mujeres místicas se puede recordar también que algunos les dedicaron algunos de sus escritos. Por ejemplo, san Juan de Ávila dedicó sus Avisos y Reglas cristianas (1537), obra publicada después con el título que hoy lo conocemos como Audi, Filia, a Doña Sancha Carrillo, “una religiosa doncella”, que en la edición definitiva (1556) explicitó algo más: “para una devota esposa de Jesucristo”.
Fray Luis de León dedicó su traducción y comentario al Libro de Job a una célebre monja carmelita descalza, Ana de Jesús. Y el comentario al Cantar de los Cantares, a Isabel de Osorio, monja salmantina. Y la Perfecta casada a doña María Varela Osorio. También el gran místico San Juan de la Cruz, a quien las Crónicas antiguas de la orden clasificaron como misógino, dedicó el Cántico espiritual a Ana de Jesús con el hermoso y elocuente elogio de que conoce la teología mística, aunque ignore la teología escolástica. Y, todavía más curioso, es que posiblemente la obra de más alta sabiduría mística, la Llama de amor vida, se la dedicó una mujer casada, doña Ana de Peñalosa.
Esta sencilla y elocuente panorámica demuestra, eso espero, que no siempre las mujeres fueron excluidas del magisterio en la Iglesia católica, sino que fueron muy apreciadas por un gremio muy importante de eminentes varones que las ayudaron y las admiraron. Pero, quizás, el ejemplo más elocuente de la historia, eso creo, es el caso de santa Teresa de Jesús. Tuvo en torno a sí un verdadero ejército de varones santos, teólogos eminentes, hombres de prestigio en las ciencias, altos representantes de la jerarquía eclesiástica y en la administración de justicia que, una vez superadas las sospechas de que sus experiencias místicas no eran un fraude, una debilidad de mente o una injerencia demoníaca, fueron no solo amigos, sino defensores de su vida y su obra de fundadora. El desarrollo del tema no cabe en un breve artículo, sino que ocupa muchas páginas de su biografía.
(El lector que quiere acercarse al mundo de las relaciones de santa Teresa con los personajes del alto clero y de la vida religiosa, le remito a DANIEL DE PABLO MAROTO, Santa Teresa de Jesús. Historiadora, Burgos, FONTE- EDE, 2021, cap. 5, 1, pp. 91-96; y cap. 9, pp. 173-198).