Revista Música

El fin de la eternidad

Publicado el 15 noviembre 2012 por Francescbon @francescbon
EL FIN DE LA ETERNIDADNo hay nada más desacreditado que la década de los 80. Por lo menos para cierta generación. Los 80 significan hombreras, pelos cardados, flequillos imposibles, trajes de color lavanda, tonos pastel aplicados hasta a las prendas exteriores, discotecas basadas en las luces de neón y los rayos de láser. Películas cursis. Y ya no hablemos de la segunda parte de la década, pues la primera parte aún resultó relativamente dignificada por el synth-pop. Lo cual no quiere decir que no se hicieran discos dignos: pero el imaginario cultural estaba monopolizado por el despiste y la tibieza.  No significa que no hubiera buenas canciones, algunas, pero, en fin, hagamos una relación con lo que acude a mi mente y veamos cuanto hay de aprovechable.
Va.
Johnny Hates Jazz (con ese nombre), Simply Red, Curiosity killed the Cat, Swing out sister, Black, Climie Fisher, Tanita Tikaram, Double (uf), Halo James, Bronski Beat, The Communards.
Puf.
Pero vino 1989 y nos salvó a todos. Se instauró una dictadura del sintetizador, lo cual tiene un mal nombre, pero a mí me pareció de fábula. Sí: quería ese sonido, que parece frágil pero no se detiene, yo lo quería en todos lados. Qué queréis: me saturaba tanto la porquería heavy-metal que pensaba, equivocadamente, que la sensibilidad había caído toda sobre el mismo lado de la balanza. En cualquier caso en 2001 nunca pensaba, en medio de toneladas de discos plagados de beats por minuto, que me enamorara perdidamente de un disco en el que costaba distinguir apenas un ritmo.
EL FIN DE LA ETERNIDADEse disco era Felt mountain, sus autores eran Goldfrapp: hace mucho que no hablo de él y, todavía, es una casi obvia elección cuando me quedo solo y no sé qué disco poner. Nunca falla. Jamás: de hecho, aún me sorprenden sonidos incrustados en sus nueve canciones. Puede que esa contraportada evocadora (que por cierto, fue la primera imagen del primer post de este blog: al loro) y cierto viaje a la Vall de Boí-Taüll en el cual el CD fue protagonista absoluto (viaje en el que, por cierto, debo recordar que llegamos al hotel a las 15:00 h. -09:00 a.m. hora USA- del 11-S del 2001) tenga que ver: lo de los sonidos anclados a los recuerdos como una ratatouille cualquiera. No parece, en cualquier caso, que yo estuviera solo en esa apreciación. Precioso como pocos, este vídeo que alguien se ha currado en Youtube, para acompañar a una de sus canciones, la que da título al disco y que son hipotéticamente, menos conocidas. Lo aclaro porque el disco contenía singles, sí, canciones relativamente popularizadas, pero los tracks secundarios son los que mostraban su espectacular potencial. Va, disfrutad. En cualquier caso, unas imágenes atractivas no son las que hacen que una música sea mejor o peor. Curioso, pues eso también debían pensar los realizadores de los video clips que nos aturdieron, también, en los 80. Va, llamémosles ya los malditos 80. Goldfrapp fueron injustamente comparados con Portishead. Por la cuestión del tiempo de la música y la fuerte presencia de la voz femenina. Lo siento: Alison Goldfrapp es mejor cantante que Beth Gibbons. En técnica y en sentido de la experimentación: y Goldfrapp no tiraron tanto del catálogo de samples. Goldfrapp sonaba a Morricone o a Barry , a Shirley Bassey tocando en un cabaret de mala muerte o sentada con los pies colgando frente a un lago con el agua casi helada.

Goldfrapp dispusieron de total libertad: la cuestión de grabar en Mute, donde los royalties de Depeche Mode (y en otra época, de Erasure) garantizaban cuantiosas sumas destinadas a que otros artistas dispusieran de presupuestos para sus desvaríos. Así que si decidían que tenían que usar estructuras de vals.

O música de circo.
Pues lo hacían, y listo, o si debían optar por instrumentaciones espartanas, por violines en pizzicato y minimalismo gélido y sonoro, pues también.

Voces de ópera, tonalidades cercanas al blues o al soul, distorsión pura y dura en la voz hasta convertirla en una experiencia estremecedora. Daba igual. 

Claro que Goldfrapp no repitieron un disco así: para qué, conscientes de que cuando uno alcanza una cúspide de una manera, deberá intentarlo por la otra cara. Los líquenes en las piedras mostraron las pistas. Las de baile, de Supernature, o el electroclash de Black Cherry. No les hubiera hecho falta seguir, claro, pero lo hicieron, para demostrar, como dice Bolaño, que son personas y no dioses. Pero ahí quedó eso. Hasta hoy, inigualado.

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