Cuando algo se termina es como si cortáramos de una soga, que no sabíamos qué largo tendría pero que estábamos sosteniendo atada a nuestro cuerpo.
Tensa u holgada, según el grado de intensidad por el que estaba pasando en el momento de ponerle término.
Los hay fines trágicos, los que mueven fichas internas, y también felices, porque implica pasar a una etapa superadora.
Hay finales que se van en fade, porque no supieron o tuvieron la energía de afrontar la despedida.
Hay momentos en que sentimos un profundo dolor por tener que cortar por lo sano y desprendernos de aquello que nos promueve el cultivo de energía estanca. Hay mayor propensión a enfermedades allí.
Y tras atravesarlo divisamos la recompensa de haber priorizado lo que la intuición, más que el pensamiento, nos sopló que hiciéramos.
Machacar con la necesidad de un fin sin por eso hacer el esfuerzo por conseguirlo, es el camino que observo en muchos casos, donde no prima la sensatez -¿vendrá de sensato o sentido?- y esperar sentado el fin en sí mismo parece terminar ganando por cansancio. No suelen ser buenos fines.
Tanto crear como destruir, la necesidad de dar por concluido algo, derribarlo para armar uno nuevo, son parte del proceso creativo, donde lo importante no es el fin sino los medios empleados, recorridos, superados, para alcanzar lo fijado.
Lo que se hizo para derruir y poner cota a la situación, la enseñanza que se pudo obtener en el trayecto de poner fin, suprimir, dar vuelta la página, e incluso, por más que no se vea al momento de concluir, empezar un nuevo proceso.
Porque no hay vacío, cuando terminamos con algo, estamos necesariamente dando comienzo a otra cosa, que poblará de interrogantes renovados el paisaje.
Ese es el fin. Igual que éste.
The end.