Revista Opinión

El fin de los viajes

Publicado el 26 junio 2013 por Pelearocorrer @pelearocorrer

Con el fin de los viajes y los viajeros el mundo se ha convertido en una máquina de implacable aburrimiento, ya no queda un mínimo rincón inexplorado que nos invite a salir corriendo para escondernos del jefe y la rutina. Antes el mundo brindaba la ocasión del descubrimiento, ahora nos golpea con su precisión resabiada: todo está expuesto.

El lugar de los grandes viajes lo ocupan hoy las vacaciones desapasionadas, o en todo caso, en el caso más intrépido, la inmigración obligada de los ingenieros y los arquitectos y los científicos y los lumbreras, que viajan para ver si su inteligencia está por encima de las fronteras. Conocer nos ha hecho más aburridos y escribir el relato del aburrimiento es nuestra cuenta pendiente con la historia, todas las generaciones tienen una cuenta pendiente con su futuro, pero no lo saben o se dan cuenta de ello demasiado tarde.

Las vacaciones rubrican la perentoriedad del ámbito laboral, la supremacía del trabajo en lo social por encima de toda inventiva y toda iniciativa que no signifique ganar dinero, de hecho, las vacaciones sirven para que otros ganen dinero mientras pensamos que somos muy afortunados por pasar quince días en una playa acosados por el desconcierto. La lógica del dinero ha atomizado absolutamente todas las realidades; las vacaciones de verano, con su absurda disciplina, fortalecen el orden para el que fueron creadas, no son una vía escape, son la constatación de un orden.

Creernos viajeros por quince días es equivalente a creernos Maradona por jugar a la pelota con nuestro hijo en el parque. Las vacaciones son otra cosa y mientras escribo este post me doy cuenta de que la equivalencia entre viajar e irse de vacaciones es a todas luces equivocada. Mientras que las vacaciones han de ser por definición tristes (algo así como el plato que se le permite elegir al condenado a muerte la noche anterior a su ejecución), los viajes debieron ser una fiesta para los sentidos, una orgía perpetua.

Pienso en los grandes escritores de viajes (Chatwin, Theroux) que sintieron también ese desapasionamiento del mundo, esa certeza derrotada de que el mundo es una realidad demasiado conocida y la perplejidad no puede encontrar anclajes donde resistir. Estamos abocados a una constante desilusión. Tampoco los viajes, entonces. Tampoco viajar. Chatwin y Theroux viajan por un mundo que ya responde al orden del trabajo, su literatura es el testimonio de un desencuentro. A su modo, Chatwin y Theroux, y otros muchos escritores de viajes, cantan con melancolía a los grandes viajeros, y saben que esa estirpe no volverá a pisar la Tierra.

La sociedad de consumo ha conseguido transformar cualquier cosa en mercancía. Las vacaciones se venden en paquetes que simbolizan la euforia, el bienestar, la dispersión, pero que dan luego en via muerta porque nos miramos en el espejo y no vemos reflejada la cara del folleto que nos vendieron en la agencia. Tampoco cuando tratamos de ser originales e ir por nuestra cuenta, porque estamos demasiado acostumbrados al rebaño y a solas nos vemos mucho más pequeños, mucho más inofensivos, mucho más egoístas.

Viajeros fueron, por ejemplo, Marco Polo, Colón y Cabeza de Vaca. Hoy llamamos viajar a alquilar una casa de lujo en los pies de un fiordo en Noruega, o a pasar quince días en Nueva York, o en Benidorm, o en Cádiz, o dar la vuelta al mundo durante seis meses. A todo ese trámite entre la salida y la vuelta lo llamamos viaje. Es decir que, en puridad, el viaje primero se realiza en nuestra cabeza y luego, engorrosamente, lo llevamos a cabo. En nuestra cabeza el viaje es perfecto y nos depara incluso sorpresas agradables; de facto, el viaje es un coñazo de niños hambrientos e impacientes y caravanas donde descubrimos que todos somos iguales, que no hay escapatoria.


 


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