Un apocalipsis, dos hombres y un destino: la nueva producción original de Netflix se apunta a la tradición cinematográfica del fin del mundo, aunque ni ella misma sabe por qué.
El título de la nueva producción original de NETFLIX, pese a su dramatismo, no nos sorprende: hemos visto muchas veces el fin del mundo. En el cine, claro. Hemos presenciado virus zombies en ‘28 días después’ e invasiones alienígenas en ‘La guerra de los mundos’. Hemos visto el fin casi bíblico de ‘2012’ y distopías imaginativas como la saga ‘Mad Max’. Sin embargo, la bautizada muy transparentemente como ‘El fin de todo’ -no hay pérdida- recoge el desconcierto de ‘Monstruoso’ y el catastrofismo a pie de calle de la reciente ‘Bushwick’ para erigirse como una suerte de precuela de ‘La carretera’, sin llegar a ser, lamentablemente, tan interesante como ninguna de éstas.
Todo comienza cuando Will (Theo James) va a visitar a sus suegros a Chicago para pedirles la mano de su hija en matrimonio. Así, a la antigua usanza. El hueco duro de la casa es el patriarca, Tom (Forrest Whitaker), que se muestra apático y poco receptivo a lo que sea que su yerno tiene que decir. Tras una cena algo incómoda, y antes de que Will pueda coger el vuelo de vuelta a casa, algo ocurre. Una serie de catástrofes provocan el caos en Estados Unidos, dejando a millones de personas sin luz, información o recursos. En lugar de esperar instrucciones, padre y novio se lanzan a la carretera en busca de Sam (Kat Graham), iniciando un viaje que acabará por unirles. Aunque, quizás, sea demasiado tarde. Dirigida por David M. Rosenthal, esta película se niega a encasillarse en el ‘sci-fi’ o el cine de catástrofes, pues nunca resuelve el misterio de lo que ocurre. Esa solución, que en otro filme supondría una omisión acertada, se siente aquí como una incapacidad de su guionista, Brooks McLaren, de dar una solución satisfactoria a semejante tinglado.
Como consecuencia de esta falta de dirección, y la acumulación progresiva de paradas aleatorias en un camino que se antoja un batiburrillo de referentes pasados, ‘El fin de todo’ delega la responsabilidad en las relaciones entre sus personajes. Ahí, quizás encuentre su salvación. Desde el inicio, este es un relato sobre la lucha entre dos masculinidades: la del veterano de guerra (la masculinidad tradicional, de cuchillo en mano y alergia emocional) y la del millenial oficinista (la masculinidad del cuerpo de gimnasio y una vida laboral embutida en un traje de alta costura). Esta lucha de egos testosterónicos, que encuentran en la posesión de Sam su eje central, se ve resquebrajada por la aparición de Ricki (Grace Dove), una adolescente que se une al viaje en calidad de mecánica de coches y que les demuestra que lo verdaderamente duro es ser una mujer de familia desestructurada, clase baja y origen indio en un suburbio de la América profunda. Comparado con eso, sus vidas en pisos de lujo con vistas a los rascacielos de la ciudad no parecen tan sufridas.
Al final, en este contraste posiblemente involuntario, se encuentra la sensación que deja en el espectador el devenir de la película: realmente, no importa demasiado. De hecho, hay más tensión en la primera batalla dialéctica preapocalíptica de James y Whitaker que en todo el resto de metraje junto. Y mucha más verdad en una conversación cachonda en el coche que cualquier lluvia ácida. Es en las pequeñas cosas donde el filme parece brillar, pero sólo es un espejismo. Faltan ideas, coherencia y, al final, un director motivado por contar una historia mínimamente interesante.
Ver en Netflix.