Yo lo que quiero en la vida es tener fe, pero no me sale. Algo tengo, apenas un gramo, lo justo para creer firmemente en un puñado de personas, poco más. Ni señores del espacio hacedores de todo, ni extraterrestres, ni homeopatías, ni seres sobrenaturales. Nada. Cero. Seguramente este escepticismo mío me hace ser un poco menos feliz que a usted, oh, creyente, pero es una desgracia con la que cargo lo mejor que puedo.
A lo mejor no es sólo falta de fe, sino también cierta desidia que me acompaña desde que tengo uso de (poca) razón, una cierta incapacidad por apasionarme hasta las entrañas con el general de las cosas, la que me hace mal objetivo para religiones, conspiracionismos, nacionalismos y cualquier cosa que exija de mí el más mínimo esfuerzo espiritual. Cuando ese esfuerzo espiritual viene acompañado de un absoluto desprecio al conocimiento, a la cultura y a la formación, se me encienden todas las alarmas y se cierran herméticamente las compuertas de lo que podría haberse convertido en cordialidad del tipo “si me dejas en paz a mí con mis cosas, cree en lo que quieras”.
He pensado más de la cuenta en este asunto a raíz de la noticia que hace un par de meses circula por las redes y de la que hace algunas semanas ha informado puntualmente la prensa: “Una mujer asegura haber encontrado una cueva con más de 800 momias guanches”. El interés me hizo ir a su perfil de Facebook, donde la supuesta descubridora ha relatado post a post su “hallazgo” y acercarme a su relato con la mente lo más abierta posible, intentando alejar los prejuicios que me habían creado los periódicos y suprimiendo el rechazo inicial que sentía por la manera de actuar que, siempre según las noticias publicadas, había adoptado la arqueóloga accidental, sin dar prueba alguna de lo encontrado.
Pero ni por esas. Lo siento, no soy capaz. No haré referencia a lo deslavazado de su discurso, ni a lo incomprensible que resulta a veces su redacción (tampoco estoy yo para hablar, ya se habrán dado cuenta), a pesar de que, según pude entender en mi lectura en diagonal, está escribiendo una novela basada en el asunto. Cortando huevos se aprende a capar, decía mi abuelo, y seguro que habrá quién la lea, muy probablemente muchos más de los que leerán esta columnilla del tres al cuarto.
El conspiracionismo que salpica sus publicaciones me hace hasta gracia, me la imagino como a Mel Gibson en Conspiración, vigilando todo lo que sucede a sus espaldas y poniéndole candados al bote donde guardaba el café, temiendo ser víctima de un envenenamiento. Me hace gracia porque imagino que forma parte todo de la misma trama, de un cebo para vender su obra. Si de verdad se lo cree, el asunto no tendría gracia maldita y debería ser evaluado por un profesional, no voy a decir de qué campo.
La descubridora entregará su cueva guanche en una “gran rueda de prensa” y todos los utensilios que hay en ella (vasijas, pieles escritas y llenísimas de información que dejarán a Egipto a la altura de Pueblo Chico, más o menos) “estarán allí pero nadie podrá tocarlos ni se los podrá llevar aunque lo intenten”. Supongo que al final la explicación será algo así como que la dichosa cueva está en nuestros corazones y en nuestra raíz de pueblo oprimido y que ella nos ha hecho descubrirla.
Dora, Dora, Dora la exploradora
En realidad podría haber curioseado y olvidar el asunto, sin más, pero algo me hería. Pensándolo, me he dado cuenta de que lo que me agrede no es tanto su mesianismo (en vez de 12 apóstoles ella tiene 25 elegidos) como el constante desprecio de la formación y la educación del que hacen gala Carmen Dolores y sus creyentes. Creen que lo que cuenta es la intención y que si se tiene buen corazón y un objetivo noble, lo demás no importa. La formación, en este caso, parece ser un obstáculo, y la envidia el sentimiento que mueve a sus detractores. No son conscientes de que con esa cerrazón pueden hacer más daño del que intentan evitar: está muy bien que adecenten unos nacientes imperdonablemente descuidados (por poner un ejemplo), pero a poco que piensen se darán cuenta de la inconveniencia de introducir flora de otras zonas y plantas de ornamento que podrían resultar perjudiciales para las especies autóctonas. Si tanta buena intención tenemos, lo mínimo que podemos hacer es escuchar a los que saben en vez de echarlos de la discusión como matones de recreo al grito de “empollón, empollón”. Tampoco se dan cuenta, quiero creer, que su llamada instando a la gente a “buscar bien por nuestras montañas y nuestros barrancos” puede desatar hordas de domingueros equipados a lo Dora la Exploradora que arrasen, cual cardúmen destructor, los posibles restos ya de por sí abandonados de la civilización que habitó nuestras islas.