La fotografía del diputado opositor Julio Borges agredido en el Congreso de Venezuela junto con los demás representantes ciudadanos de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) es una muestra de la descomposición y falta de legitimidad del gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela. Una escena grotesca que revela la desesperación y poco peso político de los herederos de Hugo Chávez. Para entender el nerviosismo del núcleo duro hay que retrotraerse al neologismo inventado por el periodista Juan Carlos Zapata: boliburguesía, grupos de personas con enriquecimiento multimillonario durante los 14 últimos años mediante negocios corruptos relacionados con el petroleo y operaciones financieras. Entre este grupo está la corrupción del gobierno recién constituido. Saben que están de salida y les preocupa su futuro judicial, pues el desfalco y el número de pruebas es inmenso y ni el mejor detergente serviría para eliminar el rastro de los miles de millones de dólares robados. Por otro lado, temen una respuesta militar, un ajusticiamiento de la oposición, ya que son conocedores de los abusos cometidos y del establecimiento de un régimen de apartheid político en Venezuela.
Julio Borges, diputado opositor agredido en el Congreso venezolano.
El fraude de las últimas elecciones está suspendido en el ambiente, según el comando de Capriles se han detectado 535.000 máquinas dañadas, con una equivalencia en votos de 1,4 millones de papeletas y ante la negativa del recuento total de los votos, aunque hubiese dicho Maduro que se haría para evitar dudas sobre los resultados. Tal insistencia en negar un recuento indica que probablemente hubo fraude. Frente a esta evidencia incontestable el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) mantiene la lucha interna entre Diosdado Cabello y Maduro, al tiempo que tienen la espada de Damocles pendiente sobre sus cabezas.
La violencia postchavista tiene como sello la falta de argumentos y el doble discurso. Se han quitado la máscara, no poseen ni la fuerza, ni las convicciones o capacidad estratégica, en el PSUV han visto cómo se les acaba el chiringuito. Pretenden tapar con actos violentos la corrupción e incompetencia, frente a ese pueblo hambriento del cual perdieron el respeto. Es el fin del partido único, que mediante su hegemonía ha controlado el país desde 1998. Una máquina trituradora de aquel que se niege a aceptar las consignas. La mitad del país no existía hasta las últimas elecciones, en las que se prácticamente se consagró que no existe el chavismo sin Chávez. Es el final del fascismo encubierto, la búsqueda de la confrontación, la negación del otro. Un régimen que ha sembrado los caminos de cadáveres, como reflejan las cifras oficiales de homicidios, ya que no han tomado las medidas suficientes para contener este reguero de sangre. Pero sí se han permitido amenazar con el presidio al principal líder opositor venezolano, Capriles Radonski.
El diálogo es la base para hacer una transición política, ya que la tensión desgasta a ambas partes. Frente a esto, los postchavistas se han quedado desnudos. Los símbolos construyen el plano cultural, por eso hay que dar la batalla de ideas. La defensa de la democracia, la libertad y los DD.HH. Como decía el obispo sudafricano Desmond Tutu: ”Si eres neutral en situaciones de injusticia has elegido el lado del opresor”, valientes palabras del Nobel de la Paz que nos invitan a pensar y revisar las ideas sobre la importancia de los principios morales en la defensa de la verdad y de la justicia.
Venezuela avanza hacia la democracia, mientras que los totalitarios se retratan de cuerpo entero. La comunidad internacional permanecerá vigilante para resarcir a las víctimas y enjuiciar a los delincuentes, en muchos casos probados del gobierno venezolano. Es un mal sueño del que los ciudadanos de bien se despertarán, como si de una tormenta tropical se tratase. Nunca llovió que no escampase.