Un flamboyán poderoso domina la entrada de mi casa, más hermoso en esta época por el estallido de fuego que además de sombra y freso aporta colorido en la copa y en el suelo.
Pero dos de mis vecinas no lo ven igual; reniegan de la suciedad cada vez que se sienten en la obligación de barrer la acera, lo cual es casi todos los días. Y protestan muchísimo, pero nunca me sentí aludida, hasta que el otro día comadreando, y sin imaginarse que pudiera escucharlas, una de ellas expresó: –…una rompiéndose la espalda con la cochiná, y “la Señora” (marcado retintín en señora), que es la dueña de la mata, como si nada–.
No soy dueña del flamboyán, no lo sembré, solo está en el parterre y es hermoso; lo de señora me sonó muy bien viniendo de quien vino por marcar una diferencia entre nosotras; por lo que, sin llegar a su estilo –inimitable para mí que no soy volátil ni grosera–, ante su sorpresa les aclararé que el flamboyán no es mío, pero que las florecitas rojas que tapizan la acera no me molestan para nada, a diferencia de las jabas, latas, cajas y demás basura que tapiza la ciudad, autoría de humanos indolentes.