Revista Arquitectura

El fontanero, el calefactor, la Virgen de los Remedios y cinco céntimos de lotería

Por Arquitectamos

(CUENTO DE NAVIDAD)

Un grupo de amigos de una pequeña capital de provincia, casi todos arquitectos, se reunían a comer una vez al mes en un restaurante de moda. Todavía eran jóvenes, pero ya apuntaban a ese estatus de profesionales burgueses bien asentados en la sociedad y bastante prometedores e incluso incipientemente exitosos.

Eran, según los meses, entre seis y ocho. Había un arquitecto del ayuntamiento, otra de la diputación, una de medio ambiente y tres o cuatro liberales con estudio propio, alguno de ellos en la directiva del colegio de arquitectos. Siempre conocían a los miembros de una o dos mesas próximas, a quienes saludaban con afectación. Era una ciudad pequeña y ellos estaban muy bien relacionados con la crème.

Las comidas eran muy divertidas. Eran gente ingeniosa y tenían su punto ácido y crítico sobre todos los episodios que ocurrían en la ciudad. Pero también conservaban ese gusto y ese desparpajo sobre la arquitectura que les hacía creer que eran mejores arquitectos de lo que en realidad eran. Al menos se consideraban más que capaces de criticar con mucha gracia el proyecto que un famoso arquitecto portugués había hecho para remodelar el Paseo de los Olmos y el que una brillante española había perpetrado al lado de la Puerta de los Ángeles. Por lo que decían, parecía que cualquiera de ellos los habría hecho muchísimo mejor. 

El fontanero, el calefactor, la Virgen de los Remedios y cinco céntimos de lotería

Muy de vez en cuando, alguno de los fijos traía un nuevo invitado con el afán de que acabara uniéndose al grupo para siempre, pero las más de las veces solo conseguía que repitiera uno o dos meses y después dejara de venir. Era muy difícil consolidar un nuevo miembro en la tertulia.

En una de esas ocasiones, comida de diciembre, una de las arquitectas trajo a un personaje más que notable (al parecer estaba teniendo un rollete con él): un pintor aproximadamente surrealista (por llamarle algo), poeta, provocador, artista multidisciplinar, filósofo, showman, orador casi apocalíptico y muy muy inteligente.

Su aspecto era llamativo: pelo largo, perilla, chaqueta como de terciopelo pero pantalones cortos, todo de color sepia oscuro, como muy velazqueño, y chalina negra. Parecería, en conjunto, una especie de romántico decimonónico pensándose si dar el salto al anarquismo.

Se hizo el amo de la comida. Hablaba, gesticulando mucho con las manos, de los autos de fe que se habían celebrado hacía siglos en la Plaza de las Carretas, de música sincopada como forma de rezo, de un dios polimórfico y enrevesado, de color terapéutico, de grietas en la vieja ciudad irredenta. Se ponía de pie, alzaba la voz, crispaba los puños... Decía muchos disparates y, sin embargo, eran disparates muy atractivos.

Los miembros fijos del grupo habían empezado a verlo y a escucharlo con conmiseración y burla, pero poco a poco fueron entrando en su influjo y en su magnetismo.

La comida se alargó con café y copas, y la tertulia fue subiendo de intensidad hasta que, de repente, el protagonista dijo: "Me tengo que ir".

Entonces echó mano de una especie de faltriquera, sacó un puñado de calendarios de bolsillo del año que iba a comenzar y los repartió entre los asistentes. Por una cara había una foto de la Virgen de los Remedios, y por la otra, donde el calendario, un encabezado con su nombre y, debajo:

FONTANERO Y CALEFACTORInstalaciones y reparaciones

Y su número de teléfono. Y en un margen, con letra muy pequeña: "El portador del presente juega la cantidad de cinco céntimos de euro en el sorteo de la Lotería de Navidad del 22 de diciembre de [año] con el número [número]".

Y se marchó ante la estupefacción de todos. Uno de los asistentes, cuando pudo articular, estalló en una carcajada y dijo: "¡Fontanero y calefactor!" Era chocante, era ridículo, era grotesco, que quien hasta hacía dos minutos había enardecido a su audiencia con gritos de libertad feroz y osadía, con arengas sobre la sacrosanta misión del arte y del pensamiento revolucionario, se ganara la vida instalando botes sifónicos y calderas estancas. Era como si les hubiera traicionado. Era como si se traicionara constantemente a sí mismo y a su misión en el mundo.

En el fondo es muy cómodo predicar todas esas enormidades cuando tienes el culo bien calentito con tu profesión anodina y fútil.

Se rieron bastante de aquello, y lo siguieron mencionando durante muchas comidas más, aunque él no volvió a ninguna. (Me faltó decir que, aunque siempre todos escotaban, a aquella le invitó la chica que lo había traído. Y sí, al final tenían un rollete).

El calefactor y fontanero fue motivo de burla y diversión durante bastante tiempo. Qué forma más rotunda y ejemplar de saltar de lo trágico a lo trivial. Qué despresurización más abrupta.

Yo no sé si los miembros de la tertulia se lo llegaron a plantear alguna vez, ¿pero y ellos? Habían sido jóvenes estudiantes de arquitectura. Habían soñado con emular a los grandes e incluso con superarlos, y allí estaban: algunos bien colocados en sus puestos de funcionarios, dejando pasar el tiempo para ir consolidando y ascendiendo, mirando en el horizonte una jefatura de servicio o incluso algo más, y los otros haciendo chalés adosados bastante bien pagados e inflados de ego. Todos saludando, con su mejor sonrisa y sus dotes de sociabilidad y simpatía, a algún jurista de la consejería, a varios concejales e incluso a la alcaldesa. 

Todos, en definitiva, pretendiendo "ganarse la vida", agarrarse a lo que pudieran, alargar el tiempo, sobrevivir. Todos ellos fontaneros y calefactores de su futuro, rezando a la Virgen de los Remedios o a la que fuera y soñando con que nada perturbara su plácida y burguesa tranquilidad, mientras criticaban con saña la última ampliación de la Casa de las Roscas y la nueva sede del Banco Comercial y se divertían mucho en las comidas.

Y no. No. Por supuesto que no: Los cinco céntimos de lotería no tocaron.


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