Cuando leí por primera vez El Fotógrafo me impresionó la constante experimentación que Guibert realizaba, con esa particular integración de la imagen real con el dibujo que aportaba una lectura novedosa al enfrentamiento entre la realidad y su interpretación gráfica. No era nuevo, el uso de fotografía dentro de la historieta ha sido habitual, tanto como simple recurso gráfico (ahí están las psicodélicas experiencias de Jack Kirby, que conseguía a través de la inclusión de elementos fotográficos dar al lector una perspectiva única de sus galácticas visiones) o como elemento narrativo, ya a través de la referencia a ese medio de parentesco cercano que es la fotonovela, ya a través del juego de enfrentamiento realidad/ficción (sin ir más lejos, hace poco pudimos ver este uso en l excelente obra de Rayco Pulido, Sin título). Sin embargo, Guibert conseguía encontrar un camino distinto, en el que el uso de las fotografías de Didier Lefèvre aporta al lector un contraste inesperado: frente al habitual recurso a la fotografía como reflejo de la realidad, en el relato orquestado por Guibert las fotos aparecen como un elemento casi ficticio, que se enfrenta directamente a la realidad, a la verdad que marca el relato dibujado. El peso de lo real lo marca la narración gráfica contando el devenir cotidiano de la misión de Médicos sin Fronteras, pero las fotografías logran un halo sorprendentemente ajeno. Es difícil expresar la sensación de confusión que produce, como una ilusión óptica inexplicable que obliga a nuestro cerebro a hacer un quiebro ante lo que ve. Pero no es fácil: ya sea por el uso del blanco y negro o por la ausencia de textos, las fotos parecen una añadido irreal, una reinterpretación imaginaria (¿artística quizás?) de lo contado en historietas.
Un primer choque que pronto se iba diluyendo ante la fuerza de lo contado: la entrega de los voluntarios de MsF durante la ocupación soviética en Afganistán. A medida que avanza el relato, Guibert va componiendo con inteligencia un retrato que va de la visión ensimismada del turista a la comprometida del protagonista en primera persona de un drama. Los primeros pasos de Didier con el grupo de médicos son más un documental de Lonely Planet, casi una jocosa relación de las anécdotas cotidianas del descubrimiento de costumbres, ese “choque de civilizaciones” tan habitual de los programas de viajes que no deja de ser una visión condescendiente e incluso paternalista del turista occidental. Y como partícipes de esa mentalidad, nos reímos o nos sorprendemos ante las descripciones que hace Didier de esas costumbres, incluyendo la obligada referencia escatológica a la forma de resolver las necesidades fisiológicas más básicas en un entorno como aquél. Sin embargo, a medida que va avanzando la historia, se produce una lenta mutación: Didier va cambiando, y con él, el tono del relato. Hay un cambio real, físico, pero también uno íntimo, psicológico, que Guibert va desgranando con sutileza, convirtiendo a El fotográfo en un diario de la transformación de Didier a Ahmaddiya. El turista accidental pasa a ser casi un afgano más, que sufre en sus carnes la dureza de la subsistencia diaria: ya no hay sorpresa ante lo desconocido, sólo queda la necesidad de sobrevivir al hoy para poder tener un mañana.
Las más de 4000 fotos que Lefèvre realizó (de las que tan sólo 6 vieron la luz en el periódico, paradojas de la prensa) eran una buena base para construir un documental sobre la labor de MsF, el objetivo original del fotógrafo, pero Guibert logra dar muchísimas más lecturas a la historia, sin perder de vista en ningún momento ese horizonte inicial.
Sin embargo, hay algo más que se me había pasado en la lectura inicial y que ahora, en la cuidada edición integral de sins entido, aparece con mucha más nitidez: el sutil cambio gráfico de Guibert. Ya sabía de la capacidad camaleónica de Guibert con los lápices, pero en este lectura de un tirón, me ha dejado estupefacto la delicadeza y sutileza con l que va introduciendo cambios gráficos. Apenas perceptibles de forma aislada, como ya me pasó en la lectura de los álbumes, demasiado separados en el tiempo como para apreciar que el cambio de Didier también es formulado desde el grafismo. Guibert practica un naturalismo de perfecta base académica, que en los primeros compases de la obra se moldea con un entintado roto que dota de gran fuerza a su dibujo, tan bien apoyado por el color de Frédéric Lemercier. Nada desconocido en el autor de La Guerra de Alain (que, por cierto, parece que está continuando). Sin embargo, en estas primeras páginas opta por apenas utilizar fondos. En su momento pensé que era una elección motivada por el uso de las fotografías: la instantánea fotográfica dota el escenario, la historieta la acción. Diálogos sin fondos que centran la atención en la palabra. Parecía lógico, pero a medida que avanza la lectura hay dos cambios fundamentales en el estilo de El fotógrafo: por un lado, el grafismo pierde esa dureza y se va perfilando, haciendo que ese trazo naturalista gane en realismo. Por otro, los fondos se van definiendo, toman forma clara y perceptible. Y, poco a poco, la fotografía pierde su omnipresencia para apenas aparecer ya en las últimas páginas. Es un cambio muy sutil, pero que marca la transformación del protagonista y que define esa transición del relato entre lo documental y lo personal.
Reconozco que me he pasado horas comparando viñetas, como un niño que juega con los pasatiempos de buscar las diferencias. Si en su día casi se me saltan las lágrimas ante la dura percepción de la cercanía de la muerte que narra en uno de los episodios o ante la cruel naturalidad con la que el pueblo afgano acepta su destino, ahora Guibert conseguía emocionarme con la sutileza de su perfección narrativa. Se mire por donde se mire, El fotógrafo es una obra que impacta y que logra emocionar, tanto al lector más ajeno a la historieta como al más curtido aficionado al tebeo.
Una maravilla.