En el Epílogo de su magnífico libro La salud que viene, Miguel Jara nos cuenta lo que sigue:
El peor virus es la desinformación y el mejor antivirus contra el miedo inducido es la información rigurosa y de calidad.
Asistimos al fracaso de un modelo económico, de una civilización, la de la producción y consumo, la de la satisfacción de los mercados y los deseos humanos y no de las necesidades de éstos. La consuvilización, que diría mi amigo el periodista Pedro Cáceres.
Esta civilización necesita para mantenerse a flote comercializar cosas de manera continua, aunque muchas veces no sirvan para nada. Requiere para ello expandir el miedo y así intentar tener a la ciudadanía distraída y controlada. De lo contrario, los fallos del “proyecto” quedarían tan en evidencia que a alguien, a muchos, les podría dar por pensar en cómo superar este estadio y evolucionar hacia otra civilización. Una civilización ecológica, en el más amplio sentido del término.
Una organización social que cuestione los conceptos de desarrollo y crecimiento económico, que no pueden ser infinitos. Y no puede ser sostenible porque es el propio sistema económico el que no es capaz de sostenerse a sí mismo sin crear nuevas enfermadades y sustentarse en el miedo, entre otros desafíos que ha de enfrentar el bienestar humano.
El actual modelo económico capitalista no puede resolver la crisis ecológica, porque hacerlo requiere poner límites a la acumulación, opción inaceptable para un modelo cuya prédica sacraliza el desarrollo por el desarrollo.
Dicho esto, en absoluto pretendo llegar a una conclusión dramática. Es más, creo que asistir al derrumbe de una civilización que ha fracasado nos sitúa en un escenario esperanzador: podemos convertir lo que es un problema en una oportunidad para evolucionar hacia algo mejor. Sé que puede parecer contradictorio, pero la crisis puede traer un verdadero progreso social.
Sé que las personas que hayan perdido su empleo o las que lo vean peligrar no lo entenderán, en un principio, de la misma manera. Pero en tiempos de crisis es cuando el ser humano ha avanzado más. Los tiempos de “bonanza económica” promueven el conformismo, que conduce a la abulia y la apatía; la rutina, que es como morir lentamente.
Es la crisis la que agudiza los sentidos y despierta al ser humano del aburguesamiento del espíritu que lo transporta a la mediocridad. La dificultad hace crecerse a quienes tienen algo que proponer. Es la crisis la que ofrece al individuo elegir entre seguridad y libertad; entre comodidad e imaginación; entre delegación y autonomía.
No pretendamos que las cosas cambien si siempre hacemos lo mismo. La frase es de Albert Einstein, que también dijo aquello de que la creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. La crisis invita a elegir entre lamentarnos por los problemas o encontrar soluciones.
Los peligros que provoca el estilo de vida generalizado en nuestra civilización nos obligan a replantear los conceptos de calidad de vida, progreso o bienestar. Para conseguir algo tan deseable como que estos conceptos sean auténticos y podamos disfrutarlos todos, es apremiante realizar cambios profundos y en muchos casos inevitables.
La verdad, quizás incómoda, es que nuestra sociedad ha venido denominando crecimiento, desarrollo y progreso a lo que es consumir a ciegas los recursos que ofrece la naturaleza. Ahora comprobamos que esto es igual a consumirnos a nosotros mismos.
Escribe Santiago Alba Rico: “Para una humanidad cautiva es realista ceder al chantaje y dejar de lado la verdad, la compasión, la sensibilidad, la solidaridad”. El filósofo, que se basa en que el capitalismo es un sistema que “cuando las cosas van bien, mata de hambre a mil millones de personas y si van mal puede acabar con todo el resto”, afirma: “Es un sistema no sólo moral sino también económicamente fracasado”.
Cuando la ciudadanía se compromete, se organiza y presiona a favor de su autonomía a los responsables de las administraciones públicas y de las empresas privadas, consigue cambios decisivos, se produce el verdadero progreso social. Creo que atravesamos un momento histórico precioso para contribuir a la creación de una base política, social o cultural de cambio.
La superación de los ideales, valores y principios humanos por los que giran en torno al dinero y el beneficio económico evidencian el fracaso de la actual civilización, que no hace felices a gran parte de sus integrantes. Por ello, si entendemos la crisis como una oportunidad de la esperanza, la civilización hacia la que evolucionaremos debe contrastar sus valores con la actual. Anteponer los principios a la actual primacía de los intereses.
La democracia delegada ha de convertirse en participativa. El autoritarismo y la organización jerarquizada de todo el cuerpo social -desde la familia, pasando por las empresas o el propio Estado- debe democratizarse también y evolucionar hacia valores de soberanía del individuo, descentralización de las decisiones y consulta de las opiniones ajenas.
El sistema socioeconómico que surja de una evolución de la actual civilización no puede obviar que existen unas inquebrantables limitaciones ecológicas. Esa ética obliga a replantear en términos ecológicos las relaciones laborales, una empresa en la que sólo piensan y deciden algunos no sólo es injusta y por tanto inadminisble en una civilización avanzada y ecológica por integradora, además es más pobre y está más expuesta al fracaso porque desperdicia la mayor riqueza de todo el proyecto social, el “capital humano”.
En suma, la ética de la que trato recuperaría la importancia de lo público y lo colectivo sin olvidar la inserción de la libertad individual en su quehacer.
La crisis sistémica es una oportunidad para poner en marcha ideas e iniciativas que superen los límites de lo establecido y que bajo las premisas generales que describo sean innovadoras. Empresas enteras han de replantear su actitud e infinitos nuevos campos se abren a los ojos de quienes quieran ver.
La última crisis financiera nos enseña que es necesario orientar el dinero hacia fines justos y ecológicos y que un paso en el camino hacia ese objetivo es regular internacionalmente el sector financiero con miras a que cumpla unas mínimas normas de comportamiento social y ambiental.
Aunque parezca muy elemental, el dinero ha de servir a las personas y no al revés. Las bases del sistema financiero deben ser democráticas si presumimos de vivir en una civilización cuya organización política es la democracia.
Una economía social asoma la cabeza entre los residuos provocados por una economía de despilfarro que quería hacerse “sostenible” sin reducir su actividad. La ralentización de la economía es saludable y ecológica, además de necesaria e improrrogable.
En países como Estados Unidos, un porcentaje muy alto de la población es obesa. Las corporaciones estudian cuál es el gen de la obesidad para tratarla. Pero sabemos que con un cambio de dieta y estilo de vida la mayor parte de dichas personas dejarían de ser obesas.
Así está funcionando el actual modelo económico: en vez de cuestionar nuestro estilo de vida se buscan soluciones técnicas que sólo son parches que dejan intacto lo que es un problema cultural y estructural.
Mientras que la globalización está cercenando la diversidad en todos los ámbitos, una economía ecológica debe diversificarse al máximo. Es mucho más interesante para una sociedad contar con miles de empresas pequeñas dedicadas a la producción de bienes muy variados y especializados que unas cuantas megacompañías que en el fondo ofrecen pocos produtos y tienden al monopolio.
Sería deseable aplicar a la economía la máxima de Hipócrates: lo primero, no dañar. Se trata de intentar vivir bien con menos para vivir todos. Vivir con menos cosas pero mejores, dar prioridad a la calidad frente a la cantidad.
Un consumo ecológico no significa vivir en la escasez sino un concepto diferente del nivel de vida, marcado por criterios éticos y de impacto ambiental. Incluso puede significar tener más: mayor calidad de los alimentos y productos o servicios que consumamos; más tiempo libre y menos trabajo si acertamos a distribuir mejor el que hay; por lo tanto, más y mejores relaciones sociales, más disfrutar con los nuestros; más salud física y mental al disponer de más tiempo para cuidarnos y estar informados sobre problemas sanitarios y sobre cómo llevar un estilo de vida que prevenga las enfermedades; mayor realización personal; más libertad; más y mejor civilización. En suma, lograr un verdadero bienestar, muy distinto del malestar confortable.
Hay una civilización en la que se cree que el bienestar aumenta conforme crece el consumo. Otra a la que tender sería una en la que la calidad de vida esté en función de la integración en el entorno y por ello se maximizara el bienestar gracias a un consumo más bajo. Ser responsables de la evolución de la sociedad y del destino del planeta que habitamos. En definitiva, la economía debe intentar satisfacer la demanda, no basarse en la oferta.
Algunas personas pueden pensar que un individuo es demasiado poco para protagonizar un cambio de las dimensiones del que se necesita. Ésa es una mentalidad que podríamos considerar del pasado.
Quizás el actual individualismo deprima nuestra capacidad de ser el germen de movimientos positivos. Pero una civilización no puede perdurar sin contar con todos sus miembros. Cada persona puede valer lo que desee y será importante en la medida en que sepa realizarse como individuo permaneciendo al mismo tiempo conectado con el colectivo.
Una sociedad es la suma de la libertad individual y la responsabilidad social.