Millones de personas trabajan contratadas por empresas, pero estas están rodeadas de oscurantismo.
Sucede que quienes más hablan de la empresa, son los que menos saben de ella.
Me refiero a los profesores universitarios por ejemplo que nunca han trabajado en una. A quienes sí saben, pero se cuidan bien de hablar, como los consultores que han abandonado la firma en la que trabajaban para montar su propia sociedad, que callan porque no les interesa cortar la rama sobre la que están sentados.
Lo mismo se puede decir de los gurús de la gestión empresarial, que inundan de consejos el mundo de los negocios, lanzando modas ridículas en las que ni siquiera ellos creen. Este es el motivo de que la indigesta literatura dedicada al management sea a la empresa lo que los manuales de derecho constitucional son a la vida política: no sirven para nada.
Las empresas no son un concepto romántico ni atractivo. Difícil imaginarse a Romeo y Julieta hablando de cash flow o de management, cerrando expedientes, ideando joint-ventures, calculando sinergias o trazando organigramas.
Lo cierto es que la empresa no suele ser escenario de pasiones nobles como el coraje, la generosidad o la entrega abnegada al bien público. No nos hace soñar.
Y sin embargo…si la empresa no es el principal lugar que reúne a las personas que dedican su energía a hacer cosas de verdad, ¿por qué tantos licenciados universitarios ponen su talento al servicio de una compañía, preferiblemente grande?
El universo de la empresa actualmente no tiene nada de de romántico y además de ser aburrido, es potencialmente cruel. La empresa está acabada. Hay que rendirse al la evidencia: ya no es el lugar del éxito. El ascensor social está bloqueado.
Los títulos académicos ya no proporcionan tanta seguridad como antes, las jubilaciones se encuentran amenazadas y la carrera profesional ha dejado de estar garantizada.
Queda lejos la década de los sesenta, con su entusiasmo por el progreso y sus carreras aseguradas. Soplan otros vientos y, para huir de ellos, miles de universitarios sobradamente preparados empiezan a mendigar oscuros
empleos de chupatintas en la Administración.
A eso es lo que nos está conduciendo el tejido empresarial actual: a forjar una generación de jóvenes preparados que quieren ser funcionarios.
De hecho, el mundo empresarial ya no ofrece demasiadas posibilidades de proyectarse hacia el futuro: a las generaciones que vienen detrás de nosotros se les exigirán todavía más títulos para ocupar puestos aún menos valorados y llevar a cabo tareas menos motivadoras.
La empresa se esfuerza en realizar seminarios pensados para subir el ánimo de los ejecutivos un poco quemados. Está claro que, en el momento en que nos plantemos cómo se puede incitar a los empleados a meterse en faena, es porque estos no se toman muy enserio su trabajo.
De todos modos, es muy probable que estéis rodeados de incompetentes y mediocres que no se darán mucha cuenta de vuestra falta de entusiasmo. Además, podéis estar seguros de que, en caso de que alguien la advirtiera, no se atrevería a deciros nada. De hecho, sancionaros tendría dos consecuencias negativas para vuestro jefe (o jefa) inmediato: en primer lugar, sería una prueba de que no ha sabido dirigiros, y en segundo lugar, un eventual castigo limitaría vuestras posibilidades de cambiar de puesto.
Ha sido gracias a esto como ciertas personas han logrado una promoción espectacular: sus superiores jerárquicos estaban dispuestos a todo par librarse de ellos, incluso a ascenderlos.
Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la hipocresía…
Fuente: Bonjour paresse © Editions Michalon, 2004