El golpe en sí es un simple bastonazo en la espalda, que te entumece por completo. Me han dicho que una herida de bala produce la misma sensación.
Galloping Foxley, Roald Dahl
Salté de la litera poco antes de amanecer. En silencio, me vestí con la ropa de camuflaje, me calcé las botas y coloqué el casco, cogí una ración de campaña y me dirigí fuera de la tienda. Caminé unos pocos metros y un componente de la patrulla de guardia me dio el alto. Muerte azul, contesté como contraseña. Se trataba de Ojeda, un cabo canario que llegó al frente junto conmigo y compartíamos la tienda. ¿Ya vas a salir? Me preguntó. Asentí con la cabeza y me deseó suerte. Forré el casco y las botas con unas ramas que cogí y me dirigí haciendo zigzag y muy lentamente hacia la espesura, hasta que localicé un árbol bien situado para mi propósito. Me encaramé muy despacio, busqué una de las zonas más frondosas, comprobé la firmeza de una rama que me pareció adecuada para mi propósito y me dispuse a esperar pacientemente a que el día comenzara.
No había pasado una hora cuando sentí que empezaba el movimiento. Alcé mi Remington 700 con cargador adaptado, miré a través de la mira telescópica y fui moviéndome hasta localizar un blanco. Estaban a unos seiscientos metros. Se trataba de una avanzadilla de reconocimiento. Comprobé que no había viento prácticamente, apunté al que cerraba el grupo y deslicé el gatillo suavemente hacia atrás. Al tiempo de oír el ruido del disparo, vi caer, a mi objetivo con el ojo izquierdo atravesado. Maldije internamente, debía haber aparecido una ligera racha de viento, pues yo había apuntado al centro de la frente. Bajé rápidamente del árbol y me dirigí a toda prisa, pero con el mayor sigilo posible a otro emplazamiento que ya había localizado antes de que empezara el zafarrancho. En cuanto estuve seguro en mi posición, atisbé en la zona desde la que había realizado el disparo y vi que toda la patrulla de reconocimiento estaba por allí buscándome. Me hubiera sido fácil abatir a varios más, pero era correr un riesgo innecesario.
Permanecí absolutamente quieto durante algo más de una hora. La patrulla regresó al campamento sin efectuar el reconocimiento previsto pues, al no conseguir localizarme, tenían miedo de sufrir nuevas bajas. El campamento estaba a unos novecientos metros, como no había movimiento más cerca, me puse a atisbar el campamento con la mira telescópica de mi Remington. ¡Bingo! Un coronel que se saltaba las normas de no llevar ningún distintivo de rango. Precisamente una de las tres estrellas de ocho puntas fue la que emitió un pequeño fulgor en la distancia y llamó mi atención. El tiro era difícil, pero posible. Calculé que la distancia sería algo mayor de novecientos metros, pero sin llegar a los mil. Comprobé el viento, apenas unos veinte kilómetros por hora de noroeste a sudeste. Apunté cuidadosamente a diez centímetros a la izquierda de su entrecejo, tomé aire, aguanté la respiración y disparé. Esta vez aguanté un poco más de lo prudente en mi sitio, pues aunque lo vi caer, no pude ver si le acerté mortalmente. Una vez que comprobé que no se movía, volví a abandonar el lugar, con tanta rapidez como prudencia, hacia mi nuevo emplazamiento, que según costumbre ya estaba localizado.
En cuanto empezó a oscurecer, abandoné el último emplazamiento y me dirigí muy sigilosamente a mi campamento. Cuando llegué, le repetí la contraseña a uno de la guardia, Tadeo el sevillano y me fui hacia mi tienda. Entré y me subí directamente a la litera, sin desnudarme, ya lo haría después de relajarme unos minutos. El canario Ojeda estaba acostado en la suya, justo debajo de la mía a la izquierda. ¿A cuántos tumbaste hoy, Badajó? Quiso saber. A siete, le respondí lacónicamente. Siete bajas hemos tenido nosotros también, incluido el coronel Ramírez. Mira que se le dijo veces que no anduviera enseñando estrellas.
Me desnudé y me dispuse a dormir hasta el día siguiente.