Revista Cultura y Ocio

El frío / Redux

Por Calvodemora

El frío / Redux
A M., que me contó una de estas historias en un bar de San Fernando hace más de veinticinco años

En la literatura rusa de los trenes que descarrilan en el invierno y las penurias de los escritores jóvenes a los que hieren el amor y los naipes es en donde hace frío de verdad. En todos esos cuentos del proletariado andrajoso que exhiben, ufanos, heroínas de cintura de avispa y mohín en la boca. Uno coge al azar uno de esos libros maravillosos, tachonados de las ricas peripecias que sufre el alma, y se le hielan las manos. Con solo leer el título, se aprecia el frío escalando la espalda como una lagartija salvaje. Hay libros que están construidos bajo la mirada del frío. El autor está aterido, el aire está rizado de frío, el mismo pensamiento adquiere la carnalidad precisa y tirita. Hay noches de invierno en las que saco un pie de la cama y lo muevo arriba y abajo. Dejo que el aire lo invada y lo retuerza y después lo meto dentro, al cobijo de las mantas, protegido por el calor primordial. A poco que se ha recuperado, lo vuelvo a sacar. Ando así algunas noches de invierno, ya digo. Por la mañana, al andar, percibo que el pie que he hecho sufrir de noche, poniéndole a la intemperie gélida del aire de mi habitación de pobre estricto, está más alegre, anda con más garbo, se queja a su manera de que el otro, el protegido, no le siga, exhiba esa pereza de pie rico, convidado de afectos, hecho a que la sangre lo recorra con entusiasmo mientras yo sueño con una vida más cálida. Son solo sueños, me digo al despertar. El frío es el que me conmueve de verdad. 
Igual que los ríos van a parar a la mar que es el morir, el frío carece de trayectoria, el frío prescinde del volumen. El frío es un invento de los poetas románticos o un capricho de algún dios juguetón y rudimentario, confinado a su retiro maximalista, impartiendo su cátedra homicida, su cuchillo de palabra. El frío es un vértigo en la sangre. El frío es el que hace que el mundo gire. No es el amor, como quería Dante a decir en la boca de su Beatriz. Ni el jazz de Grant Green que ahora suena en mis jbl pequeñitos de sobremesa. Hay cosas que solo se perciben si se han vivido con verdadera rudeza. Si alguien no ha sentido el frío, el frío severo, no comprenderá que el mundo entero sea una extensión fiable del frío. El calor es justamente la ausencia de frío, pero no es nada en particular, nada tangible, nada que pueda medirse. Me da igual que haya termómetros o que las piras funerarias sacrifiquen bárbaramente a los ingenuos y a los rebeldes. El frío es la medida de todas las cosas. El frío es un vértigo de la sangre. 
El frío sucede siempre en el interior. Existe porque desciendo a mi adentro y me encuentro solo. El frío es una república de lobos. Mi palabra es una bandera sin público. Me explica el frío a cada palabra que callo. Escucho el frío abriéndose paso en la carne, comiéndose sílabas de las palabras que pronuncio, malogrando el amor promiscuo, haciendo que el amor verdadero estalle en el interior, incurriendo en deslices que no le son propios, invariablemente haciendo que todos los que lo sienten piensen en él y no puedan pensar en ningún otro asunto. 

Cae la tarde sobre Lucena y pienso en Napoleón invadiendo la estepa rusa. Sumergí mi corazón en una solución poética y vi escorpiones de luz abrirse paso a través de la sangre. Es la hora más extraña del día. Cae la tarde con el pasmo de los hipopótamos cuando se sienten solos en el mundo y buscan la sombra para soñar una eternidad de barro lúcido y de sol como espuma. El frío hace que me sienta hospitalario con mi rareza. Soy un criatura del frío. Me acomodo en su lengua de fiebre y busco en la memoria las palabras que me consuelen. Al final todo es un discurso sobre las posibilidades de superar el frío. Napoléon entra en Lucena a media tarde. Plaza Nueva. El Coso. Antonio Eulate. Se pare en el semáforo. Mira a un lado. A otro. Napoléon no quiere que nadie le reconozca. Entra en una iglesia que tiene justo enfrente y se arrodilla delante de una imagen muy hermosa. No la reconoce. Ni siquiera la mira con atención. Le basta el rezo. Yo te pido, oh Dios mío, que me saques el frío de adentro. Que se quede allá en la estepa. Que me abandone. Que lo venza mi voluntad y tu gracia. 
Siento ásperas las manos y un arpón me ocupa el pecho. Tengo fiebre y me duele el frío que ahora mismo está galopando el mundo.
Es posible que Dios, allá en su unidad indivisible y enciclopédica, hiciera el frío en un mal día. No hay razón que lo explique. No tenemos quien venga y nos lo razone con palabras justas y con argumentos serenos. El frío es una de esas cosas que Dios pudo habernos ahorrado. En lugar del frío, Dios pudo haber pensando en estaciones eternamente disfrutables, en el edén en el que algunos sitúan el idilio del hombre consigo mismo y con sus mitos. Pero Dios no ha estado al raso porque en su naturaleza no existe la conmoción molecular ni la sed yendo y viniendo por la boca. De Dios sabemos estas cosas y hay más de lo que sabemos absolutamente nada. El frío fue un mal día, un accidente en su bosquejo del mundo, un sincero atropello al confort de sus criaturas en la bendita tierra. Salgamos hoy a la calle, miremos al infinito azul del cielo y hablemos a Dios con desparpajo: teniendo tanto tiempo, cómo pudiste hacer las cosas tan rápido. Pero es bueno saber que no habrá respuesta. Y es mejor que no la haya. Se empozoña la fe si se observa en detalle su condición de magia. Dios, en su infinita gracia, quiso que el frío ganase todas las batallas. Incluso la del fuego. No hay mejor arma que la del frío. La literatura entera, incluso la más ardorosa, empieza desde una idea primaria del frío, y luego crece, se embravece, se encabrita, exhibe su pomposa hombría de alambre muy duro y canta en el aire percutido de la noche. 
Velar porque el frío persista. Saber del frío y de la música con la que contribuye al orden del cosmos. El cielo se desploma con dulzura de parto. El lobo no sabe que es lobo. La luna que es luna. Pero el frío se obstina en ser frío y se reproduce con impredecible fiereza por las avenidas de la noche. Se gusta en su papel estelar de dios invisible. Los diioses subalternos como la lluvia o el frío penetrando el hueso del hombre. Invadiendo la parte dura del hombre blando que sigue en pie, asombrado, feligrés de su ignorancia. 
El frío es Marcelo atravesando a zancadas la banda izquierda de un estadio ruso en un miércoles de champions league de hace un par de años. Mi hijo, embutido en su batín de casa, arrebujadito en el sillón de orejas, comido de padre y de brasero, me lo dijo sin titubeos: cómo pueden corrar sin que se les paren las piernas. Ahora pienso en Marcelo por la hierba invisible rusa. Todos los campos de fútbol de la rusia imaginaria poseen un marcelo que la galopa, salvando obstáculos rusos, acercándose a la meta del glorioso lev yashin, aquella araña negra, calculadora, fría. 
Adoro el frío victoriano. Su planta alta de anaqueles invadidos de tragedias griegas y de retórica frívola. Su fuego degollando el aire. Su whisky de malta historiado en la mano izquierda mientras la derecha acaricia el pelo dócil de un golden retriever. Afuera la vida es un enigma insoportable y yo desmadejo alejandrinos mientras la filarmónica de berlin ataca el cuarto movimiento de la sinfonía número cinco en do sostenido de Gustav Mahler. 
Pienso en la debilidad de la lírica y la urgencia del frío. En cómo la luz se acomoda en el aire y lo vicia. En el ejército invisible. En la explosión interior que jamás vemos. En todo lo que se abre paso y nunca sabemos. En mi pie izquierda asomándose al aire pobre de mi habitación. En el texto surcando el limbo binario de la noche. En todos los segundos hijos del mundo, precisamente ellos, cruzando el Peloponeso en una gélida noche de enero. 
Mándame un sueño. Uno que prescinda del frío de otros. Que sea un ladrón y me libere del miedo.

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