La Abuela decía siempre que lo mejor de la música era Silvio Rodríguez cantando "El tiempo está a favor de los pequeños" y que, desde que descubrió que la vida cabía en el cine, nunca se había emocionado tanto como con una película que se llamaba "La clase obrera va al paraíso". No era artista ni devota de los museos, la Abuela, pero igual se había armado un cuadro precioso en su pieza, con el recorte de una página de la revista El Gráfico de 1973, en la que un triunfo de All Boys sobre River en el estadio Monumental también lucía ese título: "La clase obrera va al paraíso". Falta decir que, además de no ser visitante de museos, la Abuela no iba a las canchas no por antipatías sino porque le tocó crecer en una época en la que ser mujer y ser futbolera no parecía posible para un mismo cuerpo. Sin embargo, cada vez que se enteraba de que un equipo humilde le ganaba o le intentaba ganar a uno poderoso, la Abuela lloraba llantos de felicidad.
La mejor amiga de la Abuela hablaba por los labios, por los codos, por el miedo al silencio y por la soledad. En general, escucharla tenía que ver más con la caridad que con la voluntad y era un acto que agotaba tanto como ser rival del Barcelona de Xavi y de Iniesta y pretender quitarle la pelota. De todos modos, no resultaba necesario ser nieto ni sobrino nieto ni ex compañero de colegio de la Abuela para morir de admiración y de ternura cuando esa amiga recordaba cómo se enamoró la Abuela del Abuelo y en cuántos segundos germinó ese amor. Fue en 1950, en un julio diferente de los julios anteriores y posteriores. Un rato antes de la final del Mundial, que se jugaba en Brasil, la Abuela avanzaba sin urgencias rumbo a una panadería en la que, al compás de los ritmos de ese tiempo, tampoco nada era urgente. El único que daba señales de apuro era el muchacho que se ubicaba un paso adelante de la Abuela en ese negocio impregnado por al aroma mágico del pan. Con excitaciones fuera de contexto, ese muchacho pidió rápido medio kilo de miñones y se excusó por su aceleración, pero reveló que lo apremiaba obtener alguna noticia de lo que ocurría entre Brasil y Uruguay, las dos selecciones que iban por el campeonato. Enseguida, sin que se lo preguntaran, confesó que hinchaba para Uruguay, un poco porque lo creía el más débil y otro poco porque suponía que, frente a tanto público local, los jugadores debían requerir de algún aliento a la distancia. Fue suficiente. Según el relato de aquella amiga, La Abuela se desentendió del pan, de que le llegaba el turno de su compra y, también, del universo completo. Salió de la panadería, caminó o corrió detrás del muchacho que hinchaba para Uruguay con medio kilo de miñones en un paquete y le propuso casamiento. Desde entonces, la Abuela y el Abuelo no se separaron más. Y no dejaron de hacer fuerza ni en una sola de sus horas compartidas a favor de los candidatos a la derrota que no se resignaban a la derrota.
Los hijos y las hijas, las vecinas y los vecinos, los vendedores del barrio y, por supuesto, la amiga que no paraba de hablar fueron testigos, a través de las décadas, de cómo la Abuela se frenaba en las plazas para gritar los goles que los equipos de bajitos les hacían a los equipos de grandotes y de su fiesta profunda cuando las noticias de un mundo injusto avisaban del triunfo de un oprimido sobre un opresor. No por azar, la Abuela se sintió atleta cuando Abebe Bikila se impuso, pies descalzos inolvidables, corazón vestido de todo, en el maratón olímpico de Roma en 1960, superando no a sus adversarios de circunstancia sino a los que suponían que alguien así no podría vencer. Y, aunque sus propios pies no estaban ni cerca de marchar como los del gran Bikila, advirtió que le sobraba fuerza para subir por las paredes en cada mañana en la que los diarios publicaban que los castigados del planeta sepultaban una prohibición vieja y disfrutaban de una nueva libertad.
La Abuela distribuía su artesanía de notable repostera entre los jóvenes que escalaban las tribunas visitantes de los estadios más famosos durante los domingos en los que sus equipos estaban condenados a perder. Con frecuencia, con enorme frecuencia, esos equipos cumplían con los vaticinios y perdían. No obstante, lo que la Abuela valoraba, lo que justificaba su reparto de masas y de masitas, era que esos hinchas no se rendían y se permitían la esperanza de que alguna tarde, quizás justo esa tarde, antes y después de otras tardes de decepciones previsibles, lograrían ver una victoria valiente. Eso explica que, aunque ya bordeaba la parte más vieja de su vejez, la Abuela averiguara en el 2012 cómo se hacía para mandar al exterior la más gigante y la más sabrosa de todas las tortas de frutilla y chocolate que preparó desde que su propia abuela la entrenara en frutillas, en chocolates y en los sabores de existir. No le costó entender el mecanismo del envío, pero se le tornó duro vulnerar una contradicción. Sucedía que, entre todas las palabras de todos los idiomas, pocas la conmovían más que la palabra "unión". Y esa torta gigante estaba modelada gramo por gramo a causa del tropezón de una institución imponente que le caía simpática, precisamente por esa palabra: el Manchester United. No obstante, a la Abuela le había parecido tan épica la actuación del Athletic Club de Bilbao, cuando superó al United en la mismísima Manchester por la Liga de Europa, que consideró que los jugadores vascos merecían recibir esa torta suya. Es cierto que la Abuela no encontró jamás la manera de verificar si la torta gigante arribó a su destino. Tan cierto como que, cuando el Athletic tocó el cielo en ese partido glorioso, el Abuelo y ella, naturalmente, lloraron de felicidad.
Quizás por ejercer tanta pasión o acaso por respirar intensamente tantos años, a la Abuela se le extravió en los últimos meses la potencia de las manos para inventar tortas gigantes. Se lo confidenció, con cierta pena y en fechas de cumpleaños, a dos de sus nietos soñados. Uno era hincha de River y otro era de Racing, amplio argumento para que ella también deseara todo lo bueno para River y para Racing porque cualquiera conoce que nada vuelve más radiante a una abuela que un nieto en estado de sonrisa. Aun así, hace unas noches debió excusarse con ambos por más cuestiones que las tortas ausentes. Es que a River y a Racing, dos grandes del país de la Abuela, los dejaron fuera de un torneo denominado Copa Argentina dos clubes de resonancias más cortas como Estudiantes de Buenos Aires y Tristán Suárez. La Abuela se estremeció por los abrazos de los jugadores y de los hinchas de esos equipos, abrazos que atrapaban la maravilla de haber transformado en posible lo imposible. A sus nietos les aseguró que no importaba mucho un gol más o un gol menos porque los soles y las sombras que salen de las canchas van y vienen, como van y vienen tantas cosas, así que no era sensato entramparse demasiado ni en esa ni en ninguna frustración. Y que, en cambio, esos resultados funcionaban como prueba de lo más hondo que ella podía legarles: la idea de que la historia no del fútbol sino de las personas está poblada de lógicas, pero nunca podrá escribirse de antemano. Una digna vida entera le había enseñado a la Abuela que lo único que se sabe del futuro es que está lleno de hazañas pendientes. Y que una hazaña pendiente es que el tiempo esté a favor de los pequeños, o sea de cada ser humano, o sea de cada igualdad. Convencida y conmovida estaba la Abuela contándole eso a los nietos, orgullosa de percibir que la comprendían, mientras se acordaba del Abuelo en la panadería, hinchando por el más débil, y se volvía a enamorar.
* Este hermoso cuento fue escrito por Ariel Scher para www.11wsports.com (portal que volvemos a recomendar).