Revista Educación

El gafe (o la fatalidad)

Por Siempreenmedio @Siempreblog
El gafe (o la fatalidad)

Si un día me encuentran en la cola de una caja del supermercado automáticamente váyanse a otra porque yo escojo siempre la que se atasca.

Desconozco la siniestralidad de la guagua o del tranvía, pero les puedo asegurar que, si por cualquier extraña razón, alguno de ellos sufre un accidente o se tiene que quedar parado a mitad del trayecto, dentro voy yo.

Desde hace años (cien o doscientos) no me subo a las atracciones de la feria, pero el día que lo hago la barca vikinga se estropea y se para más de media hora en su punto más alto con una multitud de gente histérica por acompañante.

Si escojo un producto de entre un millar de los que están expuestos en un atractivo lineal me quedo con el único que es defectuoso. Por la misma regla de tres, soy de los que conservan tickets, resguardos, facturas y toda suerte de papelitos, pero como se me ocurra tirar uno, al día siguiente me reclaman desde cualquier organismo, establecimiento o administración para que lo presente sin falta porque, de repente, se trata del documento más valioso del mundo.

Sí, señoras y señores, yo soy el 0,01% de las encuestas que garantizan un 99,99% de fiabilidad; el dibujo animado al que siempre le persigue la nueve negra mientras alrededor todo está perfectamente iluminado por un sol radiante. Así que quédense tranquilos, que si algo malo tiene que pasar me va a pasar a mí.

He de confesar que en muy rara ocasión limpio el coche, pero soy de los que cada vez que lo lavo invoca el diluvio universal. Si mi nombre suena para una interesante oferta de trabajo quedo en el segundo lugar o, si me presento a un concurso, acabo inmediatamente detrás del último puesto de los que se hace mención o tienen recompensa. (cosa que es muchísimo peor que figurar al final del todo, porque uno se queda con la miel en los labios).

Obviamente, con estos antecedentes, no soy de mucho jugar, pero si alguna vez me animo a poner una quiniela y acierto más de doce, esa jornada no se reparten premios porque hubo demasiados acertantes y si me decido a invertir mis ahorrillos en la Bolsa, al mes siguiente la compañía en cuestión quiebra.

He perdido ya la cuenta de las veces que voy a pagar con tarjeta y en ese preciso instante se estropea el datáfono. Ya no me llama nadie (con la salvedad de mis amigos de Movistar, Vodafone, Yoigo y Jazztel), pero mi móvil se queda sin batería justo cuando espero una llamada importante.

Las pocas ocasiones que me visita la inspiración y escribo en el ordenador un texto de un tirón con el que me siento realmente satisfecho se saltan los plomos y lo pierdo todo, y, para colmo, en invierno (en lo más crudo del invierno), el gas siempre se me acaba a mí y justo cuando estoy completamente enjabonado.

El gafe (o la fatalidad)

Igualmente, y a pesar de que a mi domicilio llegan por correo todo tipo de facturas y publicidad sin ningún problema, si me envían una carta con buenas noticias, ésta se extravía. Si pido por AliExpress un pantalón color rosa, recibo un pasamontañas gris (lo juro por la viejita) y si pido pizza a casa, dos de cada tres veces llega tarde, fría y requemada.

Los fallos informáticos me tienen una extraña querencia y mi algoritmo me debe tener ojeriza porque me relaciona con cosas que nunca me han gustado. (Francamente no sé si lo hace por torturarme o si es que el pobrecillo anda desorientado).

Si por fin consigo entradas para ver una obra de teatro, la función se suspende por un repentino temporal o si voy a un evento deportivo, ese día se lesiona la estrella del equipo o no puede jugar porque cumple un partido de sanción por acumulación de tarjetas amarillas.

En mis gloriosos tiempos de viajero mis amigos me conocían como Mr. Overbooking. Desde entonces, en los aviones nunca me toca ventanilla, excepto cuando está tan nublado que no se puede sacar la foto de rigor del Teide y el mar de nubes que todo el mundo sube a Facebook. Al llegar a la sala de recogida de equipaje, mi maleta se traba en la cinta transportadora, llega la última o se pierde y, por un incomprensible e inédito error, termina en el Aeropuerto Internacional Hazrat Shahjalal de Bangladesh (un suponer).

Si en un restaurante pido mi plato favorito, el comensal de la mesa de al lado acaba de zamparse la última ración y si un camarero tropieza, la jarra de cerveza se derrama sobre mí, aunque, eso sí, me queda el consuelo de que nunca me toca el pelo en la sopa (básicamente porque nunca tomo sopa).

En las zapaterías hay de todos los números del modelo por el que me decanto, menos del mío y lo mismo sucede en las tiendas de ropa con la penda de la que me encapricho, de la que casi nunca encuentro mi talla o el color que me gusta y, en el caso que hubiera, al llegar a casa descubro que tenía un agujero.

A esto algunos lo llaman estar gafado, pero yo prefiero hablar de la fatalidad, que es mucho más poético, y para no dar más pábulo a mi mala fortuna (fíjese el lector que no menciono la palabra que empieza por S porque hacerlo da mala S_ _ _ _ _). O es eso, o que al gracioso al que haya caído en sus manos mi muñequito vudú le ha dado por practicar a destajo para un máster en Acupuntura.

Imágenes: José R. Hernández

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