Es comprensible que la grandeza provoque, por proximidad, la disminución de lo que, a su lado, siendo bueno, no lo parece. Ocurre así con las obras de Miguel de Cervantes Saavedra: que cuando son comparadas con El Quijote, parecen unas simples migajas desdeñables. Hoy, para contrarrestar los efectos de esa inercia injusta, he terminado de leer la comedia El gallardo español, donde se habla de valentía, de honra, de amores y de combates, y creo que le conviene la etiqueta de “meritoria”. No es, desde luego, un portento inmortal de la dramaturgia, pero sí que tiene secuencias y parlamentos muy notables: la figura de Buitrago, constante hambrón; el desconcierto de don Juan, que está a punto de volverse loco cuando descubre a su hermana convertida en mora y a su enemigo cristiano ataviado con un turbante; las finuras caballerescas de Alimuzel; la espléndida pintura que el alcalaíno nos da de la curiosa Arlaxa…
Todo el enredo de la obra se articula sobre un capricho de esta última, que ha oído tantas lindezas sobre el valeroso don Fernando que desea conocerlo a cualquier precio; y no tiene mejor idea que convencer a su enamorado Alimuzel para que lo rete a duelo y, vencido pero vivo, lo traiga ante sus ojos. Por prohibición expresa de sus superiores, el galán español no puede aceptar el desafío; pero los rugidos que da su honra (que no resiste la idea de quedar como cobarde ante el gallardo enemigo) lo impulsan para que salga de la fortaleza. Es entonces apresado por los musulmanes y se inicia un embrollo de personajes disfrazados, identidades ocultas, anagnórisis impactantes y, sobre todo, grandes conocimientos sobre la situación política y bélica que se vivía en aquellos años en la zona de Orán.
Gana mucho (me parece) leyéndola en voz alta. Así lo he hecho yo y, en ciertas escenas, pone la piel de gallina. Prueben.