No necesita amigos, está por encima de todo. Se planta él solo en la entrada de la discoteca delante del jefe del equipo de seguridad mientras el vulgo, pelado de frío, aguarda su turno inmerso en una cola draconiana. Un código indescifrable le introduce antes que a nadie en el local de moda. Puede sentir la admiración que eso provoca en el resto; es capaz de absorberla por los poros.
Guiña un ojo a la chica de las listas VIP y ésta siente un escalofrío denteroso. “El gañán solitario ha llegado”, dice fugazmente por el pinganillo uno de los agentes de seguridad desde la puerta y, al instante, el DJ se lleva la mano al oído y asiente de manera tan leve que recuerda al frotar de patas de una mosca. Se detiene al inicio del tramo de escaleras que da acceso a la pista central de la discoteca y desde lo más alto, otea un horizonte lleno de posibilidades. Un mar lleno de sirenas. Espera a que el DJ le vea, es parte del ritual, y sólo cuando éste, obligado, le hace un gesto con la mano a modo de saludo, baja las escaleras triunfante.
Camina lentamente entre las chicas como si tuviese el nivel del mar a la altura de la cintura, desprendiendo seguridad y exceso de perfume con la frente perlada de adrenalina. ¿Alguna vez habéis visto un vídeo en el que una foca se adentra en un banco de peces para intentar comer algo? Pues así. “Ya está aquí el cansino, cada vez llega más pronto”, le dice Sara a su compañera de barra mientras sirven copas a la gente que se agolpa frente a ellas. Ambas ponen los ojos en blanco mientras dejan manar el licor que estalla sobre los hielos.
Se abre paso entre la marabunta cual oso hormiguero y pide una copa, con ese gesto manido del que se cree habitual y no necesita decir nada para que le sirvan lo suyo. “Esto ya se empieza a parecer a un puto sábado”, dice él para nadie, dejando que las ácidas burbujas del gintonic rasguen sus cuerdas vocales. Gira sobre sus talones y encara la pista central de la discoteca. Copa en la mano; codo sobre la barra; músculos tensos. Su pose preferida, esa que pronuncia exenta de palabras: “el gallo del corral ha llegado”. No hace falta que le pongamos nombre, siquiera uno genérico cual medicamento, aunque si así te resulta más sencillo, le llamaré Aspirino.
Aspirino bebe. Aspirino saca el espolón y taconea en el suelo. Aspirino busca con la mirada a todas las chicas del local y, cuando el fotógrafo de la sala se deja ver por la pista, le intercepta y se aferra a las caderas de cualquier presa para posar con una sonrisa tan tétrica como solitaria junto a un grupo de pececillas que busca con la mirada nerviosa la corriente de la que han sido expulsadas.
Son las cuatro de la mañana y, como dice la canción, “la disco está caliente”. Aspirino está harto de ver cómo la gente sigue a lo suyo sin incluirle. “No te rindas, es en estos momentos cuando te vienes arriba”, se dice. Piensa en pedir otro gintonic. Una gota de bilis asciende por su garganta. Eso es algo que nunca le ha detenido.
Haciendo gala de su halitosis alcohólica, Aspirino pide otra copa balbuceando y saca su Visa Latón, antaño oro, para dejar bien claro que puede y quiere pagar con tarjeta. A su lado, un grupo de chicas se divierte. Trata de contarlas, de saber cuántas son, quiere echar mano de su táctica estrella: invitarlas a chupitos. Sólo es capaz de llegar hasta tres, pero son siete, más un chico con cara de pocos amigos que tan sólo con su presencia, parece protegerlas a todas. Otro gallo de corral, más fuerte, más joven. Cuando Sara le trae la copa intenta establecer la mínima interacción con Aspirino, pero éste la coge por el brazo con esa decisión violenta que sólo los borrachos pueden ejercer y le dice, como puede, que saque cuatro chupitos de tequila. El gallo rojo, el joven, se ha percatado de que Sara está molesta por la actitud de el gallo negro y viejo, pero Aspirino, ajeno a todo lo que no sea él, se dirige al grupo de chicas con dos chupitos en cada mano. El gallo rojo, el joven, sin dudarlo y, todo hay que decirlo, con educación y destreza, se planta delante de el gallo viejo y, uno por uno, se bebe los cuatro chupitos con una facilidad infantil. “Muchas gracias, carcamal, y ahora si no te importa, véte por donde has venido y déjanos en paz, aquí no tienes nada que hacer”, le suelta como si nada.
Qué lejos queda para todo el mundo que se encuentra en el local, aquellos versos de Sánchez Ferlosio que, si se me permite la licencia, voy a reproducir aquí: “Se encontraron en la arena / los dos gallos frente a frente. El gallo negro era grande / pero el rojo era valiente. / Se miraron cara a cara y atacó el negro primero / El gallo rojo es valiente / pero el negro es traicionero. / Gallo negro, gallo negro, gallo negro, te lo advierto: no se rinde un gallo rojo / mas que cuando está ya muerto”.
Aspirino, el gallo negro, tras una rendición patética ante el gallo rojo, respira con dificultad en el retrete de la disco. Se ha encerrado ahí para repetirse una y otra vez un mantra cansado, demasiadas veces utilizado. En la compuerta de al lado una pareja respira con igual dificultad, pero por motivos bien diferentes. Con la copa entre las manos, Aspirino se dice a sí mismo: “Eres el mejor, cuando tú tenías la edad de esos niñatos les dabas mil vueltas, tienes que seguir adelante, algún día la encontrarás y seréis felices, tienes derecho a ser feliz…”.
Son las 5:27 a.m. Golpean la puerta del retrete con ansia. La copa revienta entre sus manos. Frío, sangre y decepción a partes desiguales.
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