Imaginemos por un momento esta preciosa historia. Una historia que envuelve a un hombre que va a trabajar y necesariamente tiene que coger el metro. Bajando las escaleras mecánicas llega al vestíbulo y cuando consigue pasar el torno de repente aparece un extraño genio. Perplejo, mira a su alrededor y ve que que todo el mundo había desaparecido salvo el misterioso genio y él.
Sigamos imaginando un poquito más. El genio decide hablar y le dice a nuestro hombre que le va a conceder la verdad, sin embargo, tendrá que realizar dos viajes en el metro para descubrirla. Vacilante, el hombre aceptó y el genio dio un fuerte chasquido y todo el escenario se transformó en un vagón. El hombre viajaba junto al genio que ya estaba sentado.
Pasaron los cuartos y las medias horas y al fin llegaron al destino. Otro chasquidito y el escenario cambió radicalmente. Ahora se encontraban en un gran salón. Nuestro hombre dejó de ser nuestro hombre, ahora vestía de traje y llevaba maletín. Trabaja en una gran corporación y tenía trece coches de lujo. Una fantástica familia que le adoraban y tres mayordomos que atendían todas sus necesidades.
A nuestro hombre le encantó su nuevo papel y el genio le dijo que vivirá durante un mes en aquella casa y en aquellas condiciones. El hombre asintió y disfrutó de la vida. Pasaron los días y nuestro hombre no podía dar crédito a lo que estaba viviendo. Se adaptó rápido, sin esfuerzo. Era como si todo hubiese sido real siempre, el poder, el dinero, la familia y la felicidad. Todo era perfecto para él, incluso su empresa. Una corporación gigante que ingresaba sumas enormes de dinero que provenían de todos los rincones del mundo. Pero sobre todo, de la abundante y barata producción de las fábricas de los países pobres explotados.
Sin embargo era incapaz de sentir pena alguna sino mas bien, sentía satisfacción porque gracias a él había trabajo donde antes no existía. Se sentía orgulloso de sí mismo porque estaba alimentando al mundo entero con su gran creación empresarial. Era feliz, y nada de nada de nada en el mundo podría contradecirle.
¡eh, eh, esperad!...aún no he acabado. Sigamos imaginando un poco más por favor. Imaginemos que de repente se presenta el genio en el despacho de nuestro hombre. El tiempo se ha agotado y nuestro hombre gritaba histérico, él era el amo del mundo, el rey piadoso, el mesías de la salvación y nada, repito nada, ni siquiera un genio podía contradecirle. Sin embargo, el sonido de un chasquido lo llevó de vuelta al vagón.
El genio preguntó a nuestro hombre qué lección había aprendido en aquel viaje. El hombre no pudo contestar, las lágrimas inundaban su garganta y la indignación su alma. El genio volvió a chasquear y el escenario del vagón se convirtió en una fábrica de Taiwan. Ahora era un niño, apenas de diez años, que no paraba de trabajar. Sentado en una silla sin respaldo tenía que coser velozmente un montón de zapatillas. Una tras una y otra tras otra sin parar. El genio le susurró al oído que volvería dentro de un mes y a nuestro hombre no le hizo ninguna gracia.
Como en el sueño anterior, en éste también tenía la sensación de haber vivido la misma vida entera, día tras día, año tras año. Necesitaba trabajar para comer y trabajaba dieciocho horas al día para comer tan sólo diez minutos. Su sueldo no llegaba para nada más que para un poco de arroz, tenía que compartirlo con sus padres y hermanos que también vivían para trabajar. Ahora su familia no era rica ni feliz sino pobre y desgraciada. No tenía trece lujosos coches sino dos manos consumidas en el esfuerzo. No tenía una gran corporación sino que trabajaba para ella en una de sus miles de fábricas de explotación.
Pasaron los días más lentos que los años y cada semana recorrida era un auténtico infierno. Pero era su infierno. Nunca había conocido el paraíso, ni tan siquiera la mediana vida de un mediano europeo. Al igual que el rico de las grandes corporaciones ignoraba el sufrimiento humano, el pobre ignoraba la riqueza y la tranquilidad de la buena vida.
¡No se vayan por favor! Esperad, sé que es triste, difícil de tragar. Sé que muchos de vosotros os habéis quedado en el primer viaje de nuestro genio pero sigamos imaginando. Hagamos el esfuerzo de acabar esta historia. Tras las sangrientas horas produciendo zapatillas, pasando hambre, caer en la enfermedad, ver morir a su familia y amigos extenuados en la desnutrición, volvió nuestro genio y esta vez nuestro hombre no se mostró furioso, ni indignado, ni enrabietado, ni sintió aires de grandeza ni nada por el estilo. Nuestro hombre calló humildemente, le miró a los ojos y con la inocencia de un niño, le regaló una zapatilla que había hecho días atrás. El genio se conmovió y tras otro chasquido volvieron al mismo escenario de aquel vagón del metro.
Nuestro hombre parecía serio y sabio. Mucho más concienciado consigo mismo y con los demás. Ahora no tenía capacidad para seguir soñando con la felicidad del rico derrochador ni creer en el sistema económico donde nació. Se siente avergonzado consigo mismo por haber permitido que la mitad de su mundo castigara a la otra mitad. Su anterior escepticismo le impedía ver más allá que la vida programada de la televisión. Una vida programada para asentir las decisiones de los poderosos, agachar la cabeza ante el jefe, confiar en sus gobiernos y criticar el fracaso de los pobres.
Imaginemos el final de la historia. Nuestro genio le preguntó qué era lo que había aprendido. Nuestro hombre se levantó, tomó aire profundamente y lo soltó lentamente. Dirigió la mirada en silencio y le dijo: "gracias". El genio sonrío y con otro chasquido nuestro hombre recuperó el mismo escenario de la estación. Había vuelto a la misma hora con las mismas personas, la misma ropa, el mismo trabajo, el mismo destino pero infinitamente más sabio.