MARIADELA LINARES.
Eso de poner a la milicia a hacer el trabajo que tienen que desempeñar los empleados, es lo mismo que colocar soldados a manejar trenes si hay un paro en el Metro. En una emergencia se vale cualquier cosa, pero lo que estamos viviendo está lejos de ser un hecho imprevisto. Hay en marcha una cadena de desaciertos que, ligados a las conspiraciones siempre al acecho, terminan por generar huracanes en un tobo Eso de poner a la milicia a hacer el trabajo que tienen que desempeñar los empleados, es lo mismo que colocar soldados a manejar trenes si hay un paro en el Metro. En una emergencia se vale cualquier cosa, pero lo que estamos viviendo está lejos de ser un hecho imprevisto. Hay en marcha una cadena de desaciertos que, ligados a las conspiraciones siempre al acecho, terminan por generar huracanes en un tobo. Cualquiera diría que estamos pasando hambre. Es tal el manejo mediático con el asunto de la ausencia de importantes rubros alimenticios, que ya un especialista debe estar hablando de “sensación térmica de desabastecimiento”, o lo que es lo mismo, que la piel extraña que ya no le echemos la misma cremita de costumbre y que en su lugar usemos una que nos resulta rara. A la impericia e ineficacia gubernamentales frente al peligroso tema del abastecimiento, se suma la excusa de la nueva Ley del Trabajo y el aumento del salario mínimo para justificar que todos los supermercados, incluyendo los del propio Estado, estén operando con una mínima capacidad de atención al público, con el consecuente malestar de los compradores. El círculo vicioso del consumo y la percepción de que no hay de todo lo que queremos, tiene enloquecido a la gente. La clientela recorre diariamente los automercados en una absurda cacería de cosas. A excepción de las carnes, la leche y el papel sanitario, todo lo demás es sustituible. Si no hay arroz, uno come pasta; si no hay caraotas blancas, entonces lentejas; si no hay aceite, mejor para el colesterol, y así hasta entender que aquí nadie se queda sin comer sus tres platos. En lugar de poner a inexpertos a enredar el papagayo, sería más lógico exigirles a los supermercados su estructura de costos para comprender por qué la reducción de la jornada laboral tiene que traducirse automáticamente en una desmejora en la calidad de atención y en las consiguientes interminables colas. Seguro encontraríamos que las ganancias cubren holgadamente las horas extras o el aumento en la nómina. Lo que pasa es que aquí nadie quiere reducir su margen de ganancias, aunque sea un poquito. Al final, siempre hay un gobierno al cual echarle la culpa. [email protected]Revista América Latina
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