F. Scott Fitzgerald.
El gran Gatsby.
Edición de Juan Ignacio Guijarro.
Traducción de María Luisa Venegas.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2021.
“Casi cien años de soledad” titula Juan Ignacio Guijarro el extenso estudio introductorio que abre su edición de El gran Gatsby, que publica Letras Universales Cátedra con traducción de María Luisa Venegas.
Cuando está a punto de cumplir un siglo -se publicó en 1925-, El gran Gatsby se ha convertido en una novela canónica en Estados Unidos, hasta el punto de que en 1998 figuraba en la lista de las cien mejores novelas del siglo XX de la Modern Library en la segunda posición, sólo superada por el Ulysses de Joyce.
Y si este es uno de esos títulos que han ido creciendo con el paso del tiempo hasta convertirse en un clásico contemporáneo, su protagonista, Jay Gatsby, “se ha erigido -como recuerda la Introducción- en uno de los personajes más icónicos de las letras estadounidenses, junto al capitán Acab, Huckleberry Finn, Willy Loman, Blanche Dubois o Lolita, entre otros.”
Scott Fitzgerald la escribió en Francia en una época complicada, marcada por los problemas personales en la relación con su mujer, Zelda Sayre. Sometido a la presión de ese conflicto sentimental, el autor proyectó su propia situación en la del protagonista en su difícil relación con Daisy.
Lo reconocía el novelista en un texto autobiográfico que escribió años después. Decía allí Scott Fitzgerald de su personaje, Jay Gatsby: “Es lo que siempre fui: un joven pobre en una ciudad rica, un joven pobre en una escuela de ricos, un muchacho pobre en uní club de estudiantes ricos, en Princeton. Nunca pude perdonarles a los ricos el ser ricos, lo que ha ensombrecido mi vida y todas mis obras. Todo el sentido de Gatsby es la injusticia que impide a un joven pobre casarse con una muchacha que tiene dinero. Este tema se repite en mi obra porque yo lo viví.”
Probablemente a esas alturas ya había comprendido que, de la misma manera que Gatsby traza su propio destino autodestructivo -sin saberlo, como un protagonista de tragedia clásica-, en esa novela había prefigurado también lo que sería su sino trágico.
Como todas las novelas clásicas, lo que plantea El gran Gatsby es la relación conflictiva entre el protagonista y el mundo. De Cervantes a Proust y de Dickens a Joyce o a Kafka, esa mirada a la sociedad en relación con el individuo es un elemento que forma parte de la raíz del relato largo.
Y esa característica es la que fundamenta la vigencia de El gran Gatsby: la crítica social de un mundo frágil y superficial, el de los felices veinte y el fracaso del sueño americano. Porque, por debajo de su superficie melodramática, sentimental y folletinesca y más allá de su desenlace truculento, esta novela es la más acabada representación del ambiente americano de los años veinte -la edad del jazz (así tituló su segunda colección de cuentos) y la ley seca, los gansters y el dinero fácil de los nuevos ricos-, con su rara y explosiva mezcla de vitalismo y decadencia, de miseria y lujo.
Un mundo que acabaría estallando en el crack del 29 y la Gran Depresión, cuatro años después de la aparición de esta obra que de alguna forma profetizaba su desenlace con el reflejo de aquella rara combinación de lujo y violencia.
Porque eso es lo verdaderamente importante de esta novela: la atmósfera social y humana de West Egg, en Long Island, que evoca el narrador, Nick Carraway, un excelente hallazgo técnico que acredita la solvencia narrativa de Scott Fitzgerald, desde las primeras, inolvidables, frases del libro:
Siendo yo joven y vulnerable, mi padre me dio un consejo que me ronda aún en la cabeza.
-Cuando te apetezca criticar a alguien -me dijo-, recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú.
El mundo de El gran Gatsby es un mundo de apariencias y de imposturas, un festival de máscaras en el que nadie es lo que parece, empezando por el propio protagonista, que oculta su pasado oscuro, se inventa una biografía presentable y cambia su nombre real -James Gatz- por el más elegante Jay Gatsby.
Scott Fitzgerald siempre tuvo sentimientos encontrados hacia el mundo de los ricos, con los que alternó en fiestas tan dadas al exceso como las que ofrece Gatsby, un advenedizo como él en ese paraíso mundano y vertiginoso.
Son los mismos sentimientos encontrados que tiene Nick Carraway, un narrador comprensivo, bondadoso y simpático, que ha aprendido a no juzgar a nadie, hacia un Gatsby complejo y poliédrico, protagonista de una novela “elíptica, ambigua y simbólica”, como señala Juan Ignacio Guijarro en su magnífica introducción, en la que sitúa la novela en su contexto histórico, cultural y literario, recuerda la mala recepción crítica que tuvo entonces y analiza sus temas principales y sus rasgos formales más significativos: el estilo, la estructura y el punto de vista.
Ambiguo y misterioso, problemático y contradictorio, víctima o verdugo, ángel o demonio, héroe o antihéroe, Gatsby no es ni una cosa ni otra. O tal vez las dos a un tiempo, tras la cortina de humo o de niebla que difumina su contorno moral y lo convierte en un personaje opaco, siempre a medio camino entre la realidad, la imaginación y el deseo.
Pero en todo caso, como explicó lúcidamente Vargas Llosa, Gatsby es un personaje emparentado con una genealogía de personajes como don Quijote o Emma Bovary, habitantes de un mundo en el que se han borrado las fronteras entre la realidad y la fantasía, entre la vida vivida y la vida soñada y acaban asumiendo la derrota y el fracaso de sus sueños perdidos.
Y eso es lo que hace de Gatsby, por encima de su pasado turbio y su ambigüedad ética, un personaje admirable. Y lo que convierte esta novela, además de en una denuncia del clasismo, en un texto existencial y fatalista que traza la épica de la derrota, en una elegía de la autodestrucción de una época y de unos personajes que comparten con el autor esa virtud poliédrica, cambiante y hasta contradictoria que solo tienen los clásicos.
Santos Domínguez