Vivimos en una era de grandes contrastes en la que conviven en aparente tranquilidad la tecnología avanzada con la ignorancia de su funcionamiento. Los avances científicos y tecnológicos parecen detenerse en cuanto se alcanza el ámbito educativo, causando que la «brecha de conocimiento» aumente a medida que la tecnología continúa impulsada por el consumismo, sin que vaya acompañada de una adaptación en consecuencia en las escuelas. Instituciones educativas las cuales parece que permanecen al margen de unos cambios y tendencias sociales que acertados o no, ignorarlos no va a hacer que desaparezcan ni que mejoren. Igualmente, la «corrección política» de los educadores hace que estos cuestionen poco de lo que ocurre, limitándose a cumplir con un temario decidido desde arriba en la jerarquía política. Responsables que se retirarán de sus cargos públicos en las mismas compañías «privadas» que proveen de tarifas planas a los disposivos que prohíben en las clases, en lugar de usarlos como herramienta y objetivo de enseñanza. La triste y probable explicación es que la mejora de este sector no parece que suponga un interés inmediato de nadie, en un mundo donde la ganancia a corto plazo se ha convertido en una obsesión. De esta manera, mientras que la tecnología avanza lenta pero inexorable, la educación sucumbe a los pragmáticos intereses de unos pocos, dejándola anclada en el mismo modelo que surgió con la Revolución Industrial.
Estos contrastes se reflejan en la sociedad en modelos donde todo se resume a dos opciones enfrentadas e irreconciliables. Es conoccido el clásico dilema sobre si Star-Wars es fantasía o ciencia-ficción, o si es capitalista y Star-Trek es comunista, que imponen una disyuntiva de partida al personal. Esa práctica se eleva a su máximo exponente en la política, donde los numerosos ejemplos parecen formar parte de una estrategia consistente en dividir a la población, asfixiarla y confundirla de manera que nunca se está satisfecho con ninguna de las monolíticas opciones que el sistema ofrece. En una línea similar ha surgido el debate de quien tenía razón dada la actual coyuntura: Orwell o Huxley. El factor que parece inclinar la balanza hacia este último es la asimilación y disfrute de la situación hasta niveles cercanos a la adicción, en la que viven una mayoría de la población. Más pendiente de las fotos que publica el famoso de turno en Instagram que de los problemas sociales o de urbanismo de su barrio.
El desarrollo de las últimas décadas nos ha traído unas capacidades de comunicación que parecían que iban a ser una herramienta democrática donde cada individuo podía tener su página web o su blog. Sin embargo, toda esa diversidad que existía en el llamado ciberespacio ha acabado reducida a un puñado de canales centralizados en los que la información fluye sin cesar, sin oportunidad para la lectura pausada y meditada: titulares breves y llamativos, imágenes impactantes, contenidos virales en los que la veracidad es el último de los parámetros a tener en cuenta. Canales de información propiedad de empresas privadas de un único país, las cuales filtran el contenido a través de un algoritmo informático cuya finalidad es en teoría optimizar el contenido para adaptarse a la audiencia, pero el resultado es convertir a esta en objetos manipulables, en mera mercancía: desde la colecta de datos con fines publicitarios hasta influir en los resultados electorales.
Un mundo gobernado por políticos para los que los hechos no importan, sino su capacidad para convertirse en virales, cuyo lenguaje no es otro que la neolengua de Orwell. Una audiencia que sabe todo sobre como subir selfies a su perfil, pero no sabe distinguir entre los más burdos bulos y las noticias contrastadas. Una época en la que a pesar de disponer de toda la información, nadie sabe utilizarla de manera provechosa para uno mismo. Lo triste es que este autoengaño que nos destruye como sociedad es el mundo donde las generaciones siguientes van a vivir y la preparación que reciben no les evita replicar el mismo patrón autodestructivo. En definitiva, el ciberpunk del mundo actual se define por una combinación de los aspectos que con el tiempo se han demostrado más probables de entre los que Orwell, Huxley y autores como el de la novela que inspiró a la mayoría de distopías políticas de este tipo, Nosotros (Yevgueni Zamiatin, 1921). En esta obra, los habitantes viven en edificios con paredes transparentes, metáfora que se está convirtiendo poco a poco en una literalidad y como se viene diciendo, con la complicidad de las propias víctimas que se someten felices a sus cautiverios digitales. Prisiones cuyas paredes no se ven, burbujas de rejas virtuales inadvertidas por unos incautos que se creen libres sin ser conscientes que caminan por sendas preestablecidas por algoritmos de contenidos.
Así que de Huxley acabamos en la creación del gran hermano de Orwell, vigilante, que sabe cómo somos, dónde hemos estado y parece que, en breve, sabrá también donde iremos. Un Gran Hermano que camufla su totalitarismo tras las herramientas del capitalismo. Todo gracias a la magia de los nuevos gurús del big data, que cual alquimistas del medievo para un profano, convierten un entramado tecnológico y social de recolección de grandes cantidades de datos en tendencias y probabilidades. Una especie de psicohistoria versión beta al servicio del mejor postor, sea una empresa o un gobierno, al amparo de los vacíos legales. La sociedad responde con un ciberactivismo que usa las mismas herramientas con las que les vigilan. Piratas digitales que acaban contratados por las grandes corporaciones. Redes sociales que alimentan el ego y el exhibicionismo, que retroalimentan nuestras opiniones volviéndonos dogmáticos, que nos rodean de una muralla de supuestos amigos que nos impiden ver que la Internet es mucho más que el muro de tu perfil.
«Creo que hemos creado herramientas que están desgarrando el tejido social de cómo funciona la sociedad»
—Chamath Palihapitiya, ex-ejecutivo de Facebook
Nos encontramos en un círculo vicioso en el que se crean dependencias de unos productos que en el fondo no necesitamos, pero para cuyo consumo es necesaria una infraestructura tecnológica que requiere de unas materias primas que escasean, cada vez más. La buena noticia es que estamos aquí contándolo y buscando soluciones, algo que en las distopías no sería tan sencillo. En cuanto a devolver la libertad a Internet, su propio inventor —Tim Berners-Lee— ha propuesto una solución para salir de esos entornos cerrados y controlados. Sobre la escasez de recursos, hay movimientos como el solarpunk que imaginan un futuro posible donde se aprovechan los existentes sin que el entorno se vea mermado, con una actitud constructiva que huye de populismos engañosos cuyo principal argumento es la simple protesta. En España está el Movimiento Pragma, con la intención de fomentar en la cultura popular la ciencia-ficción racional y constructiva. O iniciativas como Maldita.es, un grupo de voluntarios que trabajan para señalar noticias falsas o cualquier otro tipo de divulgación errónea. Por tanto, si la solución se encuentra en alguna parte, lo imprescindible es que existan valientes que la busquen. No porque sea fácil, sino porque es necesario.