Existe algo en el cine de Wes Anderson que evoca al pasado. Pero no al pasado vivido, sino al imaginado o anhelado. Sus obras podrian enlazar involuntariamente con la música de Belle & Sebastian, o la lectura de una tira de Hergé en una tarde lluviosa. Sensaciones intensas y poco prosaicas. No es intelecto, sino corazón. Es olor a te caliente y dulces de canela. Es un chubasquero amarillo en medio del Londres de Mary Poppins. Una vida sin vivir llena de lágrimas y sueños que se perdieron en la noche. Una nostalgia difícilmente medible, pintada de colores de primavera y otoño, y dibujada por seres que no tendrían ni media oportunidad en el desangelado y cruel mundo real. Es algo que, por desgracia, no existe.
Empezaré diciendo que el director de Los Tenembaum empieza a parecerse al artista que Tim Burton habría querido ser tras la fallida Big Fish. Un genio al que le basta medio fotógrafa para ser reconocido, y que no necesita pretender ser él mismo para serlo por encima de todo. Un storyteller que sustituye mensaje por magia y que tiene pinta de explicar más en una postal de Navidad que muchos pretendidos intelectuales en cuarenta vidas. Un tipo que, bordeando continuamente el ridículo con épica valentía, se ha disfrazado de improbable Cousteau, de zorro animado o de boy scout sin dejar de explicarnos siempre la misma historia. La de seres incomprendidos que, sin dejar de mirar al mundo a los ojos, enseñan desde la timidez que no hay mayor orgullo que ser diferente.
El Gran Hotel Budapest se cocina con ingredientes habituales del cine de Wes Anderson. Existe en ella un relato imposible en nuestra mediocre realidad; un reparto coral lleno de estrellas que -ver para creer- matan por aparecer un ínfimo minuto en sus películas; o una estética irrepetible, a medio camino entre el dibujo artesanal y lo arrebatadoramente indie. Pero también hay sitio para una insólita aventura que podría haber protagonizado Tintín, alojado de incógnito en un hotel apartado en la inmensidad de una Europa en la que aún importaban las formas y la elegancia. Allí habría estado el gran Ralph Fiennes para acompañarlo a su suite, con Milu correteando detrás, mientras una anciana habría esperado paciente su momento en la habitación 101. Y allí también habríamos estado nosotros, entremezclados con todos los demás, probablemente sin saber muy bien por qué.
La última obra de Wes Anderson es una historia contada por alguien que cuenta la historia que otro le contó. Ello conduce el relato a lo improbable y fantasioso. Pero qué hay más importante que poder seguir contando historias con música de trovadores de fondo, y el telón de formas y tonos imposibles. Tal vez la historia del fracaso del hotel sea más prosaica que su narración, y los tiempos de grandeza de la institución -y de la propia Europa- nunca existieron. Pero qué maravilloso sería vivir nuestras vidas a través de falsos relatos explicados durante nuestros últimos días. Y que esas vivencias nos convirtieran en seres dignos de homenajes y canciones. Tal vez sea ese el cine de Wes Anderson. El de aquellos que, desde el silencio, nunca entendieron por qué se les negó el derecho a ser héroes. El de quienes reclaman con anhelo los tesoros que debieron conquistar. El de quienes saben que les tocó vivir dónde y cuándo no encajaban. Qué más da si sólo fueron grandes en historias imaginadas. O en un pequeño fragmento de realidad que ya nadie recuerda. Sólo sé que más de uno habría cambiado tres vidas por ser un alma solitaria del universo de este genial director.