Revista Cultura y Ocio

El gran incendio

Publicado el 13 abril 2022 por Frank Paya @payafrank

Ray Bradbury

LA MAÑANA en que empezó el gran incendio, nadie en la casa pudo apagarlo. Fue la sobrina de mamá, Marianne, que vivía con nosotros mientras sus padres estaban en Europa, quien estaba toda envuelta en llamas. Así que nadie pudo romper la ventanita de la caja roja en la esquina, y apretar el botón que traería las mangueras de grandes chorros y los bomberos sombrerudos. Marianne bajó las escaleras ardiendo como celofán, y se dejó caer con un grito o un gemido en una silla, ante la mesa del desayuno, y no comió ni siquiera para rellenar la cavidad de una muela.

Mamá y papá se apartaron. Había demasiado calor en la sala.

-Buenos días, Marianne.

-¿Qué? -Marianne miraba a lo lejos y hablaba vagamente-. Oh, buenos días.

-¿Dormiste bien anoche, Marianne?

Pero sabían que ella no había dormido. Mamá le dio a Marianne un vaso de agua y todos se preguntaron si no se le evaporaría en la mano. La abuela observó los ojos febriles de Marianne.

-Estás enferma, pero no es un microbio -dijo-. Ningún microscopio ha podido descubrirlo.

-¿Qué? -dijo Marianne.

-El amor es padrino de la estupidez -dijo papá desinteresadamente.

-Ya se le pasará -mamá le dijo a papá-. Cuando las muchachas están enamoradas parecen estúpidas sólo porque no pueden oir.

-Afecta los canales semicirculares -dijo papá-.

Haciendo caer a las muchachas en brazos de un hombre. Ya sé. Una vez casi muero aplastado por una mujer que se me cayó encima, y permíteme decir que…

-Calla.

Mamá frunció el ceño, mirando a Marianne.

-No puede oírnos. Pasa por un estado cataléptico.

-El viene esta mañana a buscarla -le susurró mamá a papá como si Marianne ni siquiera estuviera en el cuarto-. Van a dar un paseo en su coche. Papá se tocó la boca con una servilleta.

-¿Nuestra hija era ¿sí? -preguntó-. Se casó hace tanto tiempo que me he olvidado. No recuerdo que fuera tan alocada. Uno nunca entiende que las muchachas no tienen una pizca de buen sentido en esta época. Eso es lo que pierde a un hombre. Uno se dice, Oh, qué encantadora muchacha sin sesos, me quiere, creo que me casaré con ella. Se casa con ella y una mañana se despierta y descubre que la muchacha ha dejado de soñar y que ha recobrado la inteligencia y está colgando adornitos por toda la casa. Uno empieza a tropezar con cuerdas y alambres. Cree encontrarse en una isla desierta, un pequeño vestíbulo en medio del universo, con un panal que se ha transformado en trampa para osos, una mariposa metamorfoseada en avispa. Entonces inmediatamente busca algún hobby: una colección de estampillas, reuniones de club, o…

-¿Cómo has aguantado tú? -exclamó mamá-. Marianne, háblanos de ese joven. ¿Cómo se llama? ¿Isak Van Pelt?

-¿Qué? Oh … Isak, sí.

Marianne había estado agitándose en su cama toda la noche, a veces hojeando rápidamente libros de poesía y descubriendo líneas increíbles, a veces descansando de espaldas, otras boca abajo contemplando un paisaje de sueño a la luz de la luna. El aroma del jazmín había acariciado el cuarto toda la noche y el calor excesivo de la primavera temprana (en el termómetro se leía veintidós grados) la había mantenido despierta. A alguien que hubiese mirado por el ojo de la cerradura le hubiera parecido una polilla agonizante.

Aquella mañana había golpeado las manos por encima de la cabeza ante el espejo y había bajado a desayunar advirtiendo justo a tiempo que no se había puesto el vestido.

Abuela se reía quedamente todo el desayuno. Al fin dijo:

-Tienes que comer, hija, tienes que comer.

Así que Marianne jugó con su tostada y logró tragar medio pedazo. Justo entonces se oyó afuera una aguda bocina. ¡Isak! ¡En su coche!

-¡Juuu! -gritó Marianne y corrió escaleras arriba.

Se hizo pasar al joven Isak Van Pelt y fue presentado a todos.

Cuando Marianne se fue al fin, papá se sentó, enjugándose la frente.

-No sé. Esto es demasiado.

-Fuiste tú quien sugirió que debería empezar a salir -dijo mamá.

-Lamento haberlo sugerido -dijo él-. Pero ya lleva con nosotros seis meses y aún le faltan otros seis. Pensé que si conocía a algún joven simpático…

-Y si se casaban -dijo la abuela secamente-, Marianne se mudaría casi en seguida, ¿no es así?

-Bueno … -dijo papá.

-Bueno … -dijo la abuela.

-Pero ahora es peor que antes -dijo papá- Va de un lado a otro cantando con los ojos cerrados, poniendo esos infernales discos de amor, y hablándose a sí misma. ¿Cuánto puede aguantar un hombre? Además se ríe todo el día. ¿Hay muchachas de dieciocho en los manicomios?

-El muchacho parece simpático.

-Sí, podemos guardar esa esperanza -dijo papá bebiendo de un vaso-, un matrimonio temprano.

A la mañana siguiente, Marianne salió de la casa como una bola de fuego tan pronto como oyó la bocina. El joven no tuvo tiempo ni siquiera de llegar a la puerta. Sólo la abuela vio cómo se alejaban rugiendo, desde la ventana del vestíbulo.

-Casi me tira al suelo -Papá se frotó el bigote-. ¿Qué es esto? ¿Huevos duros? Bueno.

A la tarde, Marianne, otra vez en casa, flotó por la sala hasta los discos de fonógrafo. El siseo de la aguja llenó la casa. Marianne tocó Aquella vieja magia negra veintidós veces, cantando -la, la, la- mientras nadaba por la sala.

-Me parece que tendré que encerrarme en mi cuarto -dijo papá-. Me retiré de los negocios para fumar cigarros y gozar de la vida, no para aguantar a una parienta que canta bajo la lámpara.

-Calla -dijo mamá.

-Este es un momento de crisis en mi vida -anunció papá-. Al fin, ella es sólo una visita.

-Ya sabes cómo son las muchachas cuando están en otra casa. Creen que están en París. Se irá en octubre. No es tan terrible.

-Veamos -dijo papá-. Por ese entonces estaré enterrado desde hace ciento treinta días en el cementerio de Green Lawn. -Se incorporó y dejó caer el periódico al piso, como una pequeña tienda-. ¡Hablaré con ella ahora mismo!

Fue hasta la puerta del vestíbulo y se quedó allí mirando a la valseante Marianne.

-La… -cantaba ella.

-Marianne -dijo papá.

-Aquella vieja magia negra… -A… cantó Marianne-. ¿Sí?

Papá miró cómo las manos de Marianne se movían en el aire. Marianne pasó junto a él y le lanzó una mirada ardiente.

Papá se arregló la corbata.

-Quiero hablar contigo.

-Da dum di dum dum di dum di dum dum -cantó ella.

-¿Me oyes? -preguntó él.

-Es tan simpático -dijo ella.

-Evidentemente.

-Sabes, se inclina y abre las puertas como un portero y toca la trompeta como Harry James y me trajo margaritas esta mañana.

-No lo dudo.

-Tiene los ojos azules.

Marianne miró el cielo raso.

Papá no descubrió, nada de interés allá arriba.

Ella seguía mirando el cielo raso mientras bailaba, y papá se acercó y se detuvo a su lado mirando hacia arriba, pero no había allí ni una mancha de humedad ni una grieta.

-Marianne -suspiró.

-Y comimos langosta en el café ¡unto al río.

-Langosta. Sí, pero no queremos que caigas enferma, que te debilites. Un día, mañana, debes quedarte en casa y ayudar a tu tía con los manteles…

-Sí, señor.

Marianne soñó por el cuarto con las ventanas abiertas.

-¿Me has oído? -preguntó papá.

-Sí -murmuró ella-. Sí. -Cerró los oídos-. Oh si. sí. -La falda giró zumbando-. Tío -dijo con la cabeza echada hacia atrás.

-¿La ayudarás a tu tía con los manteles? -exclamó.

-… con los manteles -murmuró Marianne.

-¡Bueno! -Papá se sentó en la cocina, recogiendo el periódico-. ¡Me parece que se lo dije!

Pero a la mañana siguiente estaba aún soñando en el borde de la cama cuando oyó el trueno del destartalado automóvil y a Marianne que se precipitaba escaleras abajo, se detenía dos segundos en el comedor a desayunar, titubeaba junto al cuarto de baño, y cerraba de un portazo la puerta de calle. Luego el ruido del viejo coche que iba a los tumbos calle abajo con dos personas que cantaban desgañitándose.

Papá se llevó las manos a la cabeza.

-Manteles -dijo.

-¿Qué? -dijo mamá.

-Almacenes -dijo papá-. Haré una visita a los almacenes de Dooley.

-Pero Dooley no abre hasta las diez.

-Esperaré -decidió papá con los ojos cerrados. Aquella noche y siete otras endiabladas noches la hamaca del porche cantó una chirriante canción, hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás. Papá, oculto en el vestíbulo, aparecía en un terrible relieve cada vez que chupaba su cigarro de diez centavos y la luz cereza le iluminaba la cara inmensamente trágica. La hamaca del porche crujió. Papá esperó otro crujido. Oyó unos suaves sonidos de alas de mariposa, las leves palpitaciones de una risa y unas dulces naderías en menudas orejas.

-Mi porche -dijo papá-. Mi hamaca -le susurró a su cigarro, mirándolo-. Mi casa. -Esperó otro crujido-. Mi Dios -dijo.

Fue al armario de las herramientas y apareció en el porche oscuro con una brillante lata de aceite.

-No, no se levanten. No se molesten. Aquí… aquí.

Aceitó los goznes de la hamaca. La noche era oscura. No podía ver a Marianne; podía olerla. El perfume casi lo hizo caer entre los rosales. No podía ver tampoco a su joven amigo.

-Buenas noches -dijo.

Entró y se sentó y no se oyeron más crujidos. Ahora sólo se oía algo parecido al aleteo de polilla del corazón de Marianne.

-Debe ser muy simpático -dijo mamá en la puerta de la cocina, secando una fuente de la cena.

-Eso espero -murmuró papá-. ¡Por eso les dejo el porche todas las noches!

-Tantos días seguidos -dijo mamá-. Una muchacha no sale con un festejante tantas veces si no es un joven serio.

-¡Quizá le proponga matrimonio esta noche! -fue el feliz pensamiento de papá.

-Difícil tan pronto. Y ella es tan joven.

-Aun así -rumió papá-, puede ocurrir. Tiene que ocurrir, por todos los diablos.

Abuela se rió entre dientes desde su mecedora en el rincón. Parecía como si alguien volviera las páginas de un viejo libro.

-¿Qué es tan divertido? - dijo papá.

-Espera y verás -dijo la abuela-. Mañana.

Papá miró fijamente las sombras, pero la abuela no dijo más.

-Bueno, bueno -dijo papá a la hora del desayuno. Contempló los huevos con una mirada bondadosa y paternal-. Bueno, bueno, Señor, anoche, en el porche, hubo más murmullos. ¿Cómo se llama el joven? ¿Isak? Bueno, si no he juzgado mal, creo que le propondrá matrimonio esta noche, sí, ¡estoy seguro!

-Sería hermoso -dijo mamá-. Una boda en primavera. Pero es tan pronto.

-Mira -dijo papá con una lógica de boca llena-, Marianne es una de esas chicas que se casan rápido y jóvenes. No podemos interponernos en su camino, ¿no es así?

-Por una vez creo que tienes razón -dijo mamá-. La boda sería hermosa. Flores primaverales y Marianne muy bonita con ese vestido que vi la semana pasada en Haydecker.

Los dos miraron ansiosamente las escaleras, esperando que apareciese Marianne.

-Perdón -roncó la abuela alzando los ojos de su tostada-. Pero si yo fuera vosotros no hablaría de librarnos de Marianne.

-¿Y por qué no?

-Hay razones.

-¿Qué razones?

-Lamento estropearos los planes -crujió la abuela, con una risita. Sacudió la cabecita avinagrada-. Pero mientras vosotros planeabais casar a Marianne, yo estuve observándola. Desde hace siete días he estado mirando a ese joven que viene todos los días en su coche y hace sonar la bocina. Debe ser un actor o un transformista o algo parecido.

-¿Qué? -preguntó papá.

-Sí -dijo la abuela-. Pues un día era un joven rubio, y el siguiente un joven alto y moreno, y el miércoles un muchacho de bigote castaño, y el jueves era pelirrojo, y el viernes más bajo con un Chevrolet en vez de un Ford.

Durante un minuto pareció como si a mamá y papá les hubiesen dado un martillazo justo detrás de la oreja izquierda.

Al fin papá gritó, con el rostro encendido.

-¡Y te atreves a decirlo! Y tú ahí, mujer, dices; todos esos hombres, y tú …

-Vosotros os escondíais siempre -soltó la abuela-, para no estropear las cosas. Si hubierais salido de vuestro escondite hubieseis visto lo mismo que yo. Nunca dije una palabra. Marianne se calmará. Es una época de la vida. Toda mujer pasa por eso. Es duro, pero pueden sobrevivir. ¡Un hombre nuevo todos los días hace maravillas en el ego de una muchacha!

-Tú tú, tú, tú ¡tú!

Papá se atragantó, con los ojos muy abiertos, el cuello demasiado grande para su camisa. Cayó en su silla, exhausto. Mamá no se movía, perpleja.

-¡Buenos días a todos!

Marianne corrió escaleras abajo y se desplomó en una silla. Papá la miró fijamente.

-Tú, tú, tú, tú, tú -acusó a la abuela.

Correré por la calle gritando, pensó papá desatinadamente, y romperé la ventanita de alarma de incendios y moveré la palanca y haré venir las bombas y las mangueras. O quizá se desencadene una tormenta de nieve tardía y pueda dejar a Marianne afuera para que se enfríe.

No hizo ni una cosa ni otra. Como el calor del cuarto era excesivo, de acuerdo con el calendario de la pared, todos salieron al porche fresco mientras Marianne; se quedaba mirando su jugo de naranja.

FIN

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