Revista Educación

El grupo de atrás

Por Fragmentario
Cada alumno, una historia

Cada alumno, una historia

Nunca pensé a los alumnos como problemas, sino como dificultades mías para interpretarlos. No existen malos estudiantes por generación espontánea. Lo que hay son malas trayectorias educativas: en el hogar, en las escuelas, en las instituciones sociales. Los docentes que intentamos bucear en esas historias lo hacemos sabiendo lo que encontramos a veces supera ampliamente lo que podemos resolver, pero de todos modos nos sirve para diseñar nuevas estrategias de enseñanza y evaluación (que, contra lo que suponga el pensamiento reaccionario, jamás pasa por “regalar notas”: una aprobación inmerecida es una nueva humillación en el historial de los sometidos). A veces la elaboración escolar es tan fuerte que puede llegar a influir en la resolución de los problemas personales y sociales de los chicos. Otras veces contabilizamos fracasos a manos de los aparatos económicos, carcelarios, políticos. Siempre es urgente aprender y seguir haciéndolo.

Cuando comencé mi segundo año a cargo de primero (salas de cincuenta alumnos, magia de la escuela pública), vi dos caras conocidas. Una era la de Amanda, que a a mitad del cursado se cambió de curso y me dejó como regalo una poesía ilustrada por los dos años que pasamos juntos. El otro rostro era el de Mauro, con sus dos repitencias, cinco suspensiones, decenas de amonestaciones y un traslado de escuela por robar un celular. El primer día me acerqué a saludarlo especialmente y lo obligué a prometerme que este año no se iba a llevar ninguna materia. El primer trimestre se sentó solo. Su nueva conducta asombraba a todos los docentes: hacía los trabajos en silencio, leía, participaba de los debates, escribía en el pizarrón. De Daniel el Terrible a estudiante modelo.

El segundo trimestre se incorporaron dos nuevos varones, Juan Pablo y Alcides. Llegaron con pase forzado, es decir, expulsados de una escuela y derivados a otra que, como la nuestra, acepta integrarlos. Así terminó la soledad de Mauro y nació el grupo de atrás, que en toda escuela significa mucho más que una ubicación física. Y también nació una invisible y épica batalla entre su resistencia a aprender y la mía a desaprobarlos.

Las calificaciones de los tres iban en picada. Por lo que yo imaginaba solidaridad grupal, inercia o simple agotamiento, Mauro también acompañó el proceso. Probé todas las estrategias, desde la asignación de trabajos particularizados hasta el sermón moralizante. Dejé de dar clases frente al pizarrón y me ubiqué junto a ellos. Aunque toda la clase debía vencer la incomodidad y girar para verme, los últimos pasaron a ser la primera fila (el copyright del método es de un intelectual judío asesinado por el imperio romano). Con todo, no podía franquear algunos límites, sobre todo con la lectura anual y la entrega de trabajos prácticos. Durante el curso de un mes, sin proponérmelo, pude conocer con qué otro fondo de las cosas estaba lidiando.

Un martes una señora que se presenta como madre de Alcides me llama para hacerme unas preguntas. Como estoy en clase, me acerco a la puerta para poder atenderla sin dejar de observar el trabajo áulico.

-Quería saber por qué tiene bajas notas también en esta escuela.

-En principio, trabaja muy poco en clase y no completa los contenidos de los días que falta. Además, me entregó la prueba en blanco y no hizo el trabajo práctico. Le falta mucha dedicación.

-Pero yo no sabía que tuvo prueba, por eso no lo puse a estudiar. Tampoco sabía los temas. Mi intención es que el aprenda y llegue más lejos que nosotros, pero los profesores tienen que ayudar también.

-La fecha de la prueba y el temario se dictó por comunicado -contraataqué automáticamente, acostumbrado a las excusas parentales de siempre- y me consta que los preceptores revisan que los padres hayan leído y firmado las notas.

La mujer bajó la vista y luego de unos segundos de silencio interminable, habló de nuevo.

-Es que yo no sé leer. Se firmar, nomás.

La revelación me impactó profundamente. Me sentí tremendamente culpable por haberme puesto a la defensiva y prometí ocuparme de avisarle por teléfono cuando fije las fechas de evaluación. Ella, más tranquila, se comprometió a fotocopiar el libro para facilitarme la tarea de conseguir ejemplares para todos. La despedí amablemente y en el recreo hablé con Alcides.

-Tu mamá hace muchísimo esfuerzo para que vos estudies y tengas un mejor futuro. Desde ahora vas a trabajar todas las clases y a estudiar, o me voy a ocupar de que no tengas paz en tu puta vida. ¿Entendiste?

No se animó a decir nada, pero asintió. Desde entonces, su rendimiento alcanzó el del grupo total.

Pocos días después, llegando a casa después de las clases en nocturno, siento que alguien me llama.

-Profe.

-¿Juan Pablo? ¿Qué hacés por acá, en la otra punta de la escuela, a esta hora?

-Trabajando un poquito.

Estaba detrás de un basurero, en pantalones cortos. Junto a él se alzaba un carro tirado por dos caballos donde se apilaban los rescates de la basura. Me presentó a su hermanito, que llegaba trayendo una silla rota. Caminé con ellos conversando sobre trivialidades hasta que se marcharon. Antes de despedirnos me pidió que no le contara a nadie que lo había visto cartoneando.

Al día siguiente, por primera vez en el año, se paró para saludarme cuando entré a clases. Juan Pablo mejoró mucho en su actitud hacia la materia. Aunque le sigue costando incorporar nuevos conceptos, los suple con la constancia en resolver las propuestas.

De forma inexplicable, aunque el grupo de atrás ya estaba desmarginalizado al menos en mi espacio (al participar de la clase y de las tareas grupales, los tres entablaron relación con los demás grupos, incluso con los más prestigiosos), Mauro no reaccionó como sus compañeros y siguió sin trabajar. Su indiferencia era pasmosa y su derrotismo empezaba a contagiarme. No entregó el trabajo práctico hasta dos semanas después de la fecha límite.

-Si te lo recibo ahora te estaría dando un privilegio, sería injusto para tus compañeros. A menos que me des una buena excusa, seguís desaprobado.

Mauro tomó de nuevo el trabajo sobre la mesa y se fue sin pronunciar palabra.

Unos días antes de la entrega de planillas se acercó el vicerrector de la tarde para hablar conmigo en privado. Me contó que Mauro había insultado a una profesora de plástica. Ella pidió la máxima sanción. Por supuesto, citaron al padre para aplicarla.

-El papá me contó que la madre de los chicos los abandonó hace dos meses y que Mauro está cuidando a los hermanitos y atendiendo el quiosco de noche, porque el tiene otro trabajo como sereno. Por eso bajó su rendimiento. Te quería pedir que le aceptes el trabajo fuera de término. Si está mal o está copiado, desaprobalo, pero al menos vamos a flexibilizar las fechas.

No estaba mal ni estaba copiado: era un trabajo excelente. Mauro aprobó el segundo trimestre con nueve y todo apunta a que será uno de los mejores promedios del año.

El grupo de atrás sigue adelantando y yo aprendiendo. Tal vez sea esa nuestra misión como docentes, algo tan simple como cambiar el orden de los bancos.


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